Estrellas bajo tierra: la fe del pueblo libre

CAPÍTULO XXXII: DAR EL PASO

Pusieron en tensión todos sus músculos cuando oyeron llamar a la puerta del hotel. No habían solicitado servicio de habitaciones y habían pagado la cuenta sin dar problemas, así que nadie tenía porqué molestarles. Rosalind alargó la mano hasta su Beretta he hizo una señal a Matt, el cual también tenía su arma oculta a la espalda, para que abriese la puerta. Abrió sólo una rendija y Rosalind le vio sorprenderse sin poder saber quien había al otro lado de la puerta.

- ¿Qué es lo que quieres? – Preguntó de forma tosca mientras abría la puerta un poco más para que Rosalind pudiese ver de quien se trataba. Era la camarera del bar en el que habían conocido al anciano que iba a darles la información sobre Franz. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Y cómo les había encontrado? Se habían apartado lo suficiente de aquel lugar como para no tener problemas.

- Esto...yo. – Titubeó. Era bastante más joven que ellos. Rosalind se preguntó si alcanzaría los veinte años, pensó que debería tener la edad de sus hermanos, aproximadamente. – Os he estado buscando. – Matt y Rosalind se miraron, aun en tensión, sin fiarse de la situación. – Tengo algo que mostraros. – Llevaba una caja en la mano.

- ¿De qué se trata? – Preguntó Rosalind de forma no menos áspera de la que había utilizado Matt.

- El nieto de la Señora Alberts. – Empezó la joven. A Rosalind le dio un vuelco al corazón. Ellos habían ido al bar preguntando por aquella casa, pero no habían mencionado que su verdadero objetivo era únicamente encontrar al niño que vivía con ella. – Era amigo mío. – Confesó en voz baja. – El anciano que defendió a la doctora en el bar, me dijo que...

- Tú eras el contacto del que hablaba el anciano. – Se percató Rosalind de repente. – La muchacha asintió tímidamente. - ¿Tú sabes dónde podemos encontrar a Franz? – Matt terminó de abrir la puerta y la dejó pasar, comprobó que no había nadie afuera y entró enfundando de nuevo su arma, pero sin dejarla fuera de su alcance. - ¿Cuéntanos por favor?

- ¿Vosotros no queréis hacerle daño, verdad? – Preguntó. – No sois cazarrecompensas. – Rosalind sonrió y negó con la cabeza. – Pues lo parecéis. Por las pintas, los tatuajes... - No mucha gente se fijaba en los tatuajes que llevaban, pues Matt, cuando estaba en público, siempre llevaba manga larga, incluso en verano, lo que le producía, de vez en cuando, muy mal humor ya que, como noruego, no soportaba el calor. - ¿Qué queréis de él? – Dijo poniendo la caja que cargaba en la mesa llena de papeles, guías telefónicas y los portátiles que habían estado utilizando esos meses para intentar localizar a Franz, inútilmente. Rosalind no sabía si quería o debía responder a esa pregunta, no era fácil de explicar. Aun así se cargó de valor y confesó.

- Es mi hermano. – La muchacha se giró rápidamente para mirarla. – Sólo quiero reunirme con él. – No hacía falta dar más detalles, pensó. – Ha pasado mucho tiempo.

- Nunca me dijo que tuviera ningún hermano. - Comentó ella. Eso le hizo sentirse realmente mal a Rosalind. Era cierto que él no tenía por qué saber que ella existía si quiera, ni que tenía una hermana melliza. ¿Y si Franz no sabía nada? – Además, nunca le conocí como Franz, como tú acabas de llamarle. Él se presentaba siempre como Francis. – Aseguró. – De hecho... - Empezó sacando algo de la caja y tendiéndose a Rosalind para que lo viera. Con curiosidad, Matt miró por encima de su hombro para mirar que era lo que le había dado. Eran una serie de postales, firmadas con el nombre de Francis. – Cuando su madre y él tuvieron que irse, Francis envió una postal cada año. Siempre llegaba puntualmente el día de mi cumpleaños. – Rosalind ordenó las postales por la fecha. Cada una de ellas, tenía un remite diferente y nunca exacto ni completo. En la mayoría de los casos sólo ponía el nombre de la ciudad desde donde se enviaba, en otros, sólo ponía el país. Calcuta, São Paulo, Camboya, Ankara, San Petersburgo, Belice... Rosalind leía las postales rápidamente. – Era muy cuidadoso. – Comentó la muchacha. - En ninguna de ellas da ninguna información de más para que nadie pudiese dar con él. – Cogió las últimas postales enviadas. – Pero desde hace tres años, no sólo se indica la ciudad, sino que hay una dirección completa. El nombre de la calle y el número de la casa. En Nueva York. Y en las tres postales es la misma dirección. – Rosalind las cogió con las manos temblando.

- Esta es del año pasado. – Observó. - ¿Por qué pondría de repente una dirección? ¿Qué ocurriría? – Dijo atónita mirando a Matt. – Es...es...

- ¿Demasiado fácil? – Le sonrió él.

- Muchos de los tuyos están muertos o a punto de estarlo, Tábira. – Dijo Dionisio haciendo sisear su voz, como te esperarías que fuera la voz de una serpiente venenosa. – Y apuesto a que ninguno de los que quedan vivos sabe que estás aquí. – Iba recreándose en cada palabra con desgarradora sensación de superioridad. – Campamentos enteros, innumerables personas han muerto por culpa de vuestra estúpida cruzada. Herbert Valdea y Nagore Majlis han sido sólo dos muestras de lo que pronto será el destino de todos los demás. Y ni si quiera hará falta que los busquemos porque, con vuestra insaciable creencia de que debéis cambiar las cosas, serán ellos los que se acerquen y créeme, pequeña, estaremos preparados. Ya estamos preparados, de hecho. Uno por uno, como ratas asustadas luchando con enormes gatos, caerán todos. – Ella no le miraba, agazapada en la otra punta de la celda, quería arrancarse los tímpanos para no poder escucharle y los ojos para no poder verle nunca más. - Pero tranquila Tábira, tú ya no estarás para verlo. Tus compañeros no nos han proporcionado ninguna información en estos tres meses. No sabes lo que nos ha costado que estuvieran presentables para que los invitados a la ejecución creyeran que les habíamos tratado bien. Todo ese trabajo para que luego tú y Saulo me estropearais toda la función. – Desde el otro lado de la celda ella levantó la vista, sólo verle el rostro de nuevo, tan cerca, ya hacía que tuviera ganas de vomitar. – Contigo no tendré ese problema, porque tú no eres nadie. Tu ejecución no significaría nada. Una rebelde más muerta. Si te diera la misma importancia que a Herbert Valdea, que era el hijo de dos grandes empresarios, significaría que encontrar a un rebelde cualquiera, y además una mujer, es un logro muy costoso que hay que celebrar, y esa no es la impresión que debemos dar a la gente. No podemos darle más importancia de la que queremos mostrar que tiene. ¿Lo entiendes, verdad? – Dijo como si esperara que ella asintiera, cual niña pequeña a la que le estaban intentando hacer entender algo difícil. – Sin embargo, reconozco que, si fuera por mí, me encantaría que fueras alguien importante para mostrarle al mundo entero tu ejecución. Dada nuestra historia juntos. – Sonrió de forma sádica. – Aunque pensándolo bien, me temo que no estaría bien mostrar públicamente ese lascivo cuerpo tuyo... incluso creo que me haría sentir algo celoso. – Ella le mantuvo la mirada e incluso se levantó. No mostraba enfado, ni miedo, ni asco, aunque lo sintiera de verdad. Su expresión era neutra, segura. Un muro infranqueable. Seguía el protocolo que le habían enseñado en el CES, y le encantaba ver como eso sacaba de quicio al viejo hombre que tenía frente a ella. – Has crecido. – Observó. – Más de lo que me gustaría, lo reconozco. Aun así, voy a disfrutar mucho de tenerte aquí conmigo, Tábira. Tú y yo, juntos de nuevo. Te aseguro que vamos a pasarlo muy bien. – Sonrió una vez más y luego apretó los dientes al ver que ella no hacía ningún gesto y seguía mirándole impasible. Se fue haciendo que sus pasos fueran sonando fuertemente contra el suelo. Se cruzó con Bryce, que le miró con desgana. – A ver si tú puedes hacer que parezca una persona viva. – Le retó Dionisio. Bryce hizo caso omiso al comentario.




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