Eterna Obsesión

01) Un lugar mejor

10 de agosto de 2012, Montalcino

Todo el cuerpo me pesaba y cada paso que daba se me hacía una tortura. El shock en el que estaba sumida desde hacía veinticuatro horas me aislaba de todo el mundo como si me encontrara en el interior de una burbuja. Dentro, solo estaba yo y mis pensamientos; unos pensamientos cargados de rabia y dolor por un futuro que se presentaba incierto ahora que mi padre ya no estaba. Además, sentía ternura por un pasado repleto de felicidad y buenos momentos con él que en esos instantes se tornaba nostálgico a la vez que pasaba delante de mí como una rápida proyección de fotos. 

Afuera, a las puertas de la iglesia, al contrario, parecía que el tiempo se congelaba y que cada condolencia se convertía en una eternidad que alargaba el sufrimiento de una familia destrozada. Mi madre, mi hermana Alessia y yo, permanecimos inmóviles en nuestra incredulidad por lo sucedido y recibimos a todos los asistentes lo mejor que pudimos.

- Te acompaño en el sentimiento - me dijo un chico de mi edad mientras observaba sus ojos azul celeste clavarse con intensidad en los míos - Era un buen hombre. 

- Lo siento mucho - nos dijo otro hombre de mediana edad con la cara enrojecida y los ojos envueltos en lágrimas - Nadie se esperaba lo que le ha ocurrido a vuestro padre. Para mí era como un hermano. Me llamo Lorenzo y si os puedo ayudar en algo, estaré encantado de hacerlo. Es lo menos que puedo hacer por Salva.

Todo el pueblo estaba consternado por la terrible noticia que había teñido las calles de Montalcino de tristeza y había dinamitado la tranquilidad propia de un pueblo de no más de 10.000 habitantes: Salvatore Fontana había fallecido tras un trágico accidente doméstico que en un principio parecía ser solo una aparatosa caída por las escaleras, pero que había terminado con su vida.

Para nuestra sorpresa, había muchas personas; todas ellas querían dar un último adiós a mi padre. Eran tantas, que algunos no pudieron ni siquiera entrar a la iglesia para despedirse de él y tuvieron que quedarse hacinados a la puerta. Nos sentimos muy arropadas por todos. Sin duda nuestro padre era muy querido.

Hacía años que no iba a Montalcino, donde tenía lugar el funeral y el pueblo natal de mi padre. Concretamente, desde que no pasaba los veranos allí con mis abuelos paternos y mi hermana, todavía cuando era una niña. No me acordaba de la gente, pero ellos de mi sí. Era extraño, pero a pesar de que para mí fueran casi unos desconocidos, la relación era muy cercana como si los conociera de toda la vida.  

Me temblaba el labio inferior y también las manos. Tenía los ojos vidriosos y una quemazón se había postrado en la boca de mi estómago. Quería vomitar por los nervios, pero intenté mantener la entereza como pude.

Todavía flotaba en una nube y no era consciente de la realidad. Para mí, todo parecía una terrible pesadilla de la que despertaría más pronto que tarde para volver a mi vida de antes. Pero no me daba cuenta de que eso no ocurriría; nada volvería a ser como antes. 

Entonces, el coche fúnebre llegó a la iglesia y la realidad me golpeó en la cara con virulencia dejándome algo aturdida. Aquello no era un sueño, era mi vida.

Con un nudo en la garganta, producto de la marea infinita de lágrimas que esperaba a ser libre en mis ojos verdes, me acerqué del brazo de mi madre y de mi hermana al coche y vi el féretro de madera y la inmensidad de flores que lo acompañaban. Eso me impresionó y no pude contener las lágrimas.

Ahora sí, me di cuenta de que no había vuelta atrás y que el cuerpo sin vida de una de las personas más importantes para mí viajaba dentro de ese ataúd camino a un lugar mejor a los hombros de los que aseguraban ser amigos incondicionales de mi padre. 

***

20 de agosto de 2012, Montalcino

En medio de un cielo despejado y azul resplandecía un sol cegador que me deslumbraba en la cara y no me dejaba ver con claridad la carretera que serpenteaba por las colinas de la Toscana ofreciéndome unas vistas impresionantes de los viñedos y olivares tan característicos de la región.

El trayecto desde Florencia hasta Montalcino se me estaba haciendo bastante ameno, pues los paisajes pintorescos y las bellezas naturales con las que me estaba encontrado me habían dejado sorprendida.

A medida que avanzaba con el coche adentrándome en el Val d’Orcia me iba fijando en las majestuosas casonas que se encontraban dispersas por aquellos campos fértiles imaginándome por un momento quiénes vivirían en ellas y cuáles serían sus vidas en medio de aquellas tierras aisladas.

Sabía que estaba cerca, puesto que el pueblo se presentó ante mí en la cima de una gran colina y rodeado de las antiguas murallas medievales que lo protegían desde hacía siglos. Pero por si eso no fuera suficiente, un cartel al margen derecho de la carretera me lo anunciaba.

Mi nueva vida, mi nuevo comienzo, mi segunda oportunidad, mi casilla de salida estaba tan cerca que casi podía palparla.

Nada más llegar a las afueras del pueblo, una marea de recuerdos sobre la última vez que había estado allí, sin tener en cuenta el funeral de mi padre, se agolpaba en mi mente dibujándome una sonrisa en el rostro al mismo tiempo que hurgaba en mi corazón herido recientemente haciendo que la herida escociera intensamente.

Conduje por las calles empedradas del pueblo hasta tomar un pequeño camino de grava algo apartado del casco antiguo del pueblo y que se adentraba de nuevo en la naturaleza. Iba camino de la gran casona que había sido durante generaciones el hogar de mi familia paterna.




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