Eternal Romance

IV.- El origen de una hermandad

Como cada domingo se sentó en el bello sitial negro del salón de su residencia con un viejo libro en sus manos; uno que conocía muy bien y que incluso tal vez podría recitar. Sus hojas ya estaban gastadas exhibiendo aquel característico color ocre producto del paso del tiempo y la humedad, prueba irrefutable de que había sido hojeado y leído cientos de veces, hoy era una de ellas…

—Por qué insistes en eso Josephine —dijo Sebastien llenando un pequeño vaso con ginebra desde el extremo de la habitación—. Sabes bien que él se olvidó de nosotros.

—“Yo soy la resurrección y la vida; el que crea en mí vivirá” —citó con convicción—. Hermano, no pierdas tu Fe.

—¿Mi fe? Como si algún día hubiese existido —sonrió melancólico dando un sorbo a su vaso—. Nosotros sólo somos un error en su creación. Por eso en lo único que creo es en ti, tú eres la razón de toda mi existencia Josie.

—Hace mucho que no me llamabas así… No recuerdo cuánto tiempo transcurrió desde la última vez.

—No importan los años, para mí siempre serás esa pequeña niña que pedía ayuda aferrada a una roca en el río…

 

Amboise, 1675

Las constantes lluvias del último año habían destruido gran parte de las cosechas y amenazaban peligrosamente con arrebatar el único sustento de un sinnúmero de familias.

El caudal del río Loira se había duplicado, inundando varias plantaciones y anegando humildes viviendas a su paso, siendo este un temor latente entre los lugareños. Existía un desánimo generalizado y el clima se transformó en un tema obligado en cada hogar y calle de Amboise.

El gobernador había escrito varias cartas a su majestad explicando la precaria situación en la que se encontraban los campesinos, principales víctimas de estos hechos, con el fin de solicitar ayuda y también una disminución de los impuestos, sin embargo, a la fecha no habían recibido respuesta alguna.

Como si las desgracias no fuesen suficientes, hace una semana se había incendiado el almacén con granos de trigo y arroz correspondiente a la reserva de medio año, aumentando aún más la ya precaria situación alimenticia de sus habitantes.

Se podían ver largas filas afuera de la iglesia esperando ser beneficiarios de la gentileza de un acaudalado noble, el marqués de Rohan, quien parecía ser la única alma solidaria entre todos los aristócratas que habitaban la ciudad, este había realizado una cuantiosa donación para ser repartida entre los desdichados habitantes con el fin de paliar, al menos provisoriamente, el principal mal que los aquejaba, el hambre.

El filántropo era un erudito de las artes que se había asentado en la ciudad hace ya casi un año, un hombre solitario que vivía en una lujosa residencia en compañía de su pequeña sobrina Josephine, huérfana a temprana edad, y de quien se hizo cargo desde el accidente que arrebató la vida de sus padres. Una prodigiosa niña bendecida con el don de la música, don que el marqués se había empeñado en depurar sometiéndola a duras jornadas de práctica. A sus nueve años ya dominaba el clavicordio, la flauta y el piano, además de poseer una bella y dulce voz. En la pasada misa de Navidad había sorprendido a los creyentes con una presentación cargada de virtuosismo y delicadeza al interpretar complejas piezas glorificando el nacimiento del hijo de Dios, lo que la volvió poseedora de bellos apelativos alusivos a su inusual talento...

—¡Ya no llueve! —exclamó extendiendo su brazo por la ventana—. Por favor tío, déjame salir a jugar con Charlotte.

—En media hora comienza tu lección Josephine. Hay mucho que aprender, sabes que no me gusta que pierdas el tiempo con banalidades que no aportarán al refinamiento de tu técnica —dijo desde el sillón corrigiendo unas partituras.

—Prometo que no me alejaré —insistió—. Hace mucho que no me dejas salir.

El marqués dudó por unos momentos, pero al ver el rostro ilusionado de la niña terminó por aceptar.

—Sólo veinte minutos —indicó riguroso—. Y recuerda usar tu abrigo.

El rostro de la pequeña se iluminó de felicidad, tomó la muñeca junto a la chimenea y salió corriendo de la habitación.

Ahora que no caía lluvia, el frío parecía haber aumentado, pero la alegría de estar al exterior otorgaba una satisfacción inconmensurable a sus ansias de libertad, por lo que el frío no era un tema que pareciera preocuparla. Abrazó a Charlotte y recorrió ágilmente los jardines de la propiedad, con la energía propia de su juventud.

De pronto, una repentina ráfaga de viento hizo que el sombrero de la muñeca volara, Josephine corrió tras él, pero este parecía fluir con la corriente. Por su peso, cada vez se alejaba más hasta que finalmente cruzó los límites de la residencia ante la mirada frustrada de su dueña. No estaba muy segura de qué hacer, sabía que no debía salir y que si el marqués se enteraba la castigaría, pero pensó que si se apuraba nadie podría notarlo, así que a pesar del riesgo se deslizó por entre unos barrotes oxidados procurando no ser observada.

Caminó por la ladera del río y a unos cuantos metros pudo verlo en la pendiente, se acercó con precaución ayudándose de una rama que encontró junto a los árboles e intentó engancharlo a esta, pero aun así no podía alcanzarlo. Entonces, se agachó hasta arrodillarse y extendió su cuerpo con más fuerza logrando rozarlo, esto le dio esperanzas y confiada se acercó un poco más hasta que lo consiguió.




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