Fátima ya llevaba un par de años en Melbourne. Lucas y Julián habían soltado una que otra lágrima el día de su partida, algo que ella no se esperaba en lo absoluto, aunque la conmovió.
El idioma había sido un tema difícil al principio, pero logró adaptarse rápidamente. Vivía en un apartamento en unas residencias estudiantiles ofrecidas por la universidad. Tenía una compañera de cuarto y para su suerte habían logrado llevarse bien desde el principio. Había hecho amigos con rapidez, naturalmente, gracias al carácter extrovertido de su personalidad. No había tenido ninguna relación amorosa desde el intento fallido con Marina, con quien aún mantenía lazos de amistad.
Eran las cuatro de la tarde, así que el calor del día ya estaba empezando a disminuir un poco. Había salido de clase hacía diez minutos. Iba cruzando la calle cuando la vio. Estaba de pie afuera de una cafetería, revisando su celular con la espalda recostada en una pared. Su cabello estaba mucho más corto y menos rubio de lo que Fátima lo recordaba. El corazón se le aceleró. Bajó la mirada, con la intención de ignorarla y pasar de largo; sin embargo, levantó un poco el rostro para ver al frente y sus miradas se cruzaron. Ya era demasiado tarde. Rebeca se estaba aproximando con decisión.
—Hola —exclamó la rubia con una sonrisa.
—Hola —contestó Fátima.
—Hace mucho no te veía, ¿cómo va todo?
—Bien. Me ha ido muy bien, en realidad. ¿Y a ti?
Fátima intentaba sonar calmada y casual, aunque no sabía si lo estaba logrando del todo. En el fondo sentía que su pecho iba a explotar.
—Todo va bien. Me alegra que te haya gustado aquí, aunque, bueno, la verdad siempre supe que te gustaría. —Se quedó callada un instante y Fátima pensó que si no fuese por el ruido de los vehículos en la calle detrás de ella, los latidos de su corazón habrían sido completamente audibles en ese momento. Rebeca retomó la palabra—: ¿Quieres tomar algo? —preguntó, señalando la cafetería que se encontraba a sus espaldas.
—Sí, claro.
Rebeca abrió la puerta del local, haciendo sonar una campanilla colgada en el techo. El lugar era pequeño pero agradable, y de inmediato le trajo recuerdos a Fátima de su primera cita en aquella cafetería, cuando apenas se conocían, y de las múltiples veces que regresaron ahí. Intentó apartar esas memorias de su mente con rapidez. Tomaron asiento en una mesa al fondo, junto a la gran ventana del frente del local. Ambas pidieron capuchinos, tal como la primera vez.
—Y supongo que ya hiciste amigos —dijo Rebeca.
—Sí, mi compañera de cuarto y un par de chicos de la universidad. La gente es muy amable aquí.
—Sí, lo son. Es una de las cosas que me gustan de este lugar.
Ambas se quedaron en silencio. Una de las empleadas de la cafetería, una chica de baja estatura y cabello color salmón, llamó el nombre de Rebeca y ubicó los dos vasos de vidrio sobre el mostrador. La chica le preguntó a Rebeca si deseaba crema chantilly en la superficie, y ella le indicó que solo le pusiera a uno de los vasos. Luego se dirigió hacia la mesa con un vaso en cada mano.
—Este es el tuyo —dijo, poniendo un vaso sobre la mesa, frente a Fátima—. Con crema chantilly.
Fátima la miró con una pequeña sonrisa en el rostro. Por un momento sintió que estaban de vuelta en aquella ciudad que ella había acabado por llamar su hogar, y que nada entre las dos había cambiado. Era como cualquiera de esas múltiples citas que habían tenido en la cafetería. De repente, la acometió el recuerdo de cómo había terminado todo entre ellas, y la sensación de seguridad y ternura que había tenido hacía un instante desapareció. Las palabras se escaparon de su boca.
—Y...¿cómo ha ido todo con Lucy? —preguntó. Aún recordaba su nombre. Cómo olvidarlo.
Rebeca la miró con una expresión que ella no alcanzó a descifrar.
—Ya no estamos juntas. Terminamos hace un tiempo —respondió la rubia—. La verdad no duramos mucho, queríamos cosas diferentes y bueno, no resultó.
Fátima se sintió inundada por un profundo alivio que rápidamente cubrió cada parte de su ser. El nerviosismo y la incomodidad que hasta el momento la habían invadido desde que había visto a Rebeca del otro lado de la calle desaparecieron por completo.
—Lo lamento —dijo, intentando disfrazar su sosiego con pesadumbre.
—No importa. Así es la vida.
El silencio se interpuso entre las dos una vez más. Ambas tomaron un sorbo de café y bajaron el vaso al mismo tiempo.
—¿Y tú? —habló Rebeca—. ¿Qué hay de ti? ¿Has salido con alguien?
—Estuve con alguien, pero no fue nada serio.
Rebeca quiso contener sus emociones, pero Fátima había aprendido que la expresividad de aquellos ojos color miel era inmune a cualquier intento de control por parte de Rebeca, y logró notar alegría y alivio en su mirada. Las dos bebieron el último sorbo de café que quedaba en los vasos.