¿Alguna vez sintieron que su lugar en el mundo no estaba en un sitio fijo, sino que estaría en cualquier lugar que ustedes eligieran?
Podría estar en París, luego en Roma, después en Londres o Las Vegas. Y en cada uno de esos lugares podrían ser quienes ustedes quisieran ser. No había limitaciones, no había preocupaciones. El único límite era el cielo.
Y lo había alcanzado en numerosas ocasiones, a través de distintas cosas. Con comidas, con conciertos a los que había asistido, con hombres con los que había salido. Y definitivamente con las personas que había conocido.
En los últimos dos años, mi vida había ido rotando de ciudad en ciudad, casi sin detenerme. Había estado en la ciudad del pecado, en la ciudad de las luces, había visitado el Coliseo y había tomado el té a las 5 de la tarde, no con la Reina precisamente, pero si con gente igual de importante.
Verán, había ciertos privilegios y fortuna dentro de la tragedia. Todo el mundo cargaba con una en sus espaldas. ¿Y cuál era la mía?
La mía era ser huérfana. Así es. Mis padres habían muerto en un asqueroso accidente aéreo, cuando regresaban de Las Bahamas, luego de asistir a una reunión de negocios.
Molly y Adam Grinwald eran los médicos más afamados en mi ciudad natal, y con mucho esfuerzo habían logrado construir su propio imperio. Y yo era su única heredera.
La gente cuando me veían pensaba que era la típica niña adinerada que era tan consentida que se largaría a llorar si no conseguía lo que quería.
La verdad distaba mucho de aquello. Mis padres habían puesto un máximo esfuerzo en educarme de la manera correcta. Me daban todos mis gustos. Todos los que un padre podría darle a su única hija en todas sus posibilidades. No por eso era una mocosa desagradable.
Todo lo contrario, y no lo decía para alardear. Pero las personas en mi ciudad realmente disfrutaban de estar a mi lado y jamás dude en darles una mano cuando ellos lo necesitaron.
Cuando mis padres murieron, su abogado me citó a su despacho y si bien en aquel momento aún era menor de edad y había quedado al cuidado de mi tía Josephine, todo el dinero de ellos fue a parar a mi fidecomiso para la universidad.
Sabía que mis padres querían que siguiera sus pasos. Pero la verdad es que yo no quería eso. No estaba hecha para pasar horas y horas atendiendo a gente, yendo y viniendo, durmiendo cuando tenía la más mínima oportunidad.
Simplemente no estaba hecha para aquello. La rutina no era para mí. Es por eso que había dedicado y utilizado una gran parte del dinero que me habían dado mis padres, para viajar por todo el mundo y así descubrir quién era y que quería para mi vida.
Era como si en muy poco tiempo, había tenido la suerte de ser lo que de pequeña había soñado.
A mis 5 años soñaba con ser una cocinera. Y cumplí aquel sueño al trabajar en una de las pastelerías más finas en París. En mi infancia amaba pasar horas y horas horneando con mi madre galletas de jengibre, mi época favorita era Navidad, ya que podía ser su asistente personal a la hora de preparar las deliciosas comidas que ella hacía.
Porque además de ser una médica ejemplar y sobresaliente, tenía en su interior una chef impresionante. Siempre decía que había conquistado el corazón de mi padre, por dos razones: por el estómago y una más, pero que de aquella me hablaría cuando tuviese la edad suficiente.
Con el tiempo me di cuenta de que estaba hablando de sexo. Dato que me perturbó bastante. Era consciente de que el cuento de la cigüeña era mentira, pero nadie quería tener la imagen de sus padres haciendo eso. En especial cuando ya sabían de que trataba aquello.
A mis 10 años soñaba con ser una afamada diseñadora de moda. Y tuve la suerte de ser una de las asistentas de Donatella Versace. Participé en la tan famosa "Semana de la Moda" en Roma y conocí a una gran cantidad de personalidades de aquel maravilloso mundo. Con aquello hice feliz a esa pequeña niña, que pasaba horas y horas confeccionando vestidos junto a mi tía Josephine. A los 19 había tenido un gran
comienzo en aquella industria. Pero no me quedé demasiado.
A mis 12 años soñaba con ser una reconocida bartender. Cuando tuve la edad suficiente para entrar a los casinos y hoteles en Las Vegas, me postulé como aprendiz. Tuve una probada de lo que era la buena vida. A ese lugar asistía gente con mucho dinero en sus bolsillos y me asombraba y aterrorizaba a la misma vez, la velocidad con la que lo perdían. Por suerte me tenían a mí, yo era la encargada de prepararles los mejores tragos para olvidar su mala fortuna. Recuerdo la historia de un hombre, quien entre sollozos me confesó que había perdido el dinero del alquiler de su piso y posiblemente se quedaría en la calle. Sutilmente le sugería que buscara ayuda profesional, debido a su evidente problema con el juego.
A mis 15 años soñaba tener el don de poder ayudar a la gente. Escucharlas y poder solucionar cada uno de sus problemas. Cuando viví por un tiempo en Londres, entre fiestas de beneficencia a las que acudía en nombre de mis padres y cócteles, me inscribí en una de las mejores universidades para estudiar psicología. Lamentablemente aquello no duró mucho tiempo, mi entusiasmo se desvaneció con increíble facilidad al ver que tenía que cumplir horarios durante y luego de que me graduara. No es lo que quería para mí.
Me senté en mi cama y abrí el gran mapa que mostraba cada país del mundo. Cerré mis ojos y coloqué un dedo sobre el pedazo de papel.
—Ta,te ,ti — comencé a decir mientras dejaba que el azar decidiera por mí el nuevo destino al que iría. Grecia.Grecia había sido el elegido por mi dedo.
🎈🎈🎈