Eterno Castigo

Capítulo 16: La despedida

Piqué algo rápido y corrí en dirección a la habitación de mi madre. Estaba claro que mi estilo difería mucho al de la protagonista de la película, y si quería que Raúl me viese en plan "Elle Woods" no encontraría nada tan glamuroso en mi armario. Esa fue la razón de invadir el dormitorio de mi elegante y sofisticada María Luisa. A veces solía pensar en cómo había salido yo así de esta guisa, mi vestimenta relajada no encajaba para nada con la perfección del estilo de mi madre.


Saqué un conjunto de dos piezas compuesto por una falda y una chaqueta de pata de gallo, de estilo Chanel. Me lo probé y me sentaba como un guante, lo que remarcaba la idea de que mi madre y yo estábamos cortadas por el mismo patrón. Me quedaba espectacular, la falda era un poco larga para mi gusto por lo que plegué el bajo para dejar mis esbeltos muslos más a la vista. El traje era elegante y refinado a la par de incómodo. "Qué picor me estaba entrando", pero Elle Woods lo soportaría y yo no me quedaría atrás. Recogí mi cabello y apliqué un poco de gloss en mis labios. La abogada perfecta estaba lista, y esta Sofía Mendoza era la encargada de representar ese papel.


Por otra parte, estaba segura de que mi profesor favorito no me defraudaría y debería estar al caer. Nos habíamos convertido en inseparables, y podría decirse que ya estábamos tan acostumbrados el uno al otro que no había secretos entre nosotros. Aunque recordé que no era del todo acertado, pues el enigma que lo rodeaba respecto al tema de su padre era aún un misterio que pronto resolvería. Aunque eso implicase abrirme con él, en el buen sentido de la palabra.


"Din-don". Fue oírlo y correr hacia la puerta, no sin antes darme el último retoque frente al espejo. Raúl quedó impresionado al verme, mas sus palabras no se correspondieron con lo que sus ojos expresaban:


— ¿Qué haces con esas pintas, señorita Sofía? –preguntó sin siquiera saludar.


— Buenas tardes para ti también. Sí quiero convertirme en una buena abogada, la presencia lo es todo. Y nada de señorita Sofía, de ahora en adelante me llamarás letrada –corregí con tono autoritario.


— Muy bien letrada, aunque no sé si con esas pintas rendirás completamente. Y más sabiendo la cierta comodidad que necesitas para eso... –masculló aludiendo a mi gusto por ir demasiado cómoda de cintura para abajo.


— Si hay que sufrir un poco, lo haré. Vamos a mi cuarto, en este oficio no hay tiempo que perder –inquirí con rapidez y rotundidad.


— ¡Estás loca, vecina "desgreñada"! –soltó con su característica sonrisa guasona.


— Creo que no te has fijado bien –dije dando una vuelta para resaltar mi estilismo.


— Te faltan los tacones, no creo que nadie asista a una vista con unas chanclas playeras –espetó percatándose de mi error garrafal.


— Bueno, eso lo compraré cuando gane el primer juicio. Una hace lo que puede –comenté divertida y generando en él una risilla traviesa.


— Eso es: La que puede, puede; y la que no, se conforma –apostilló Raúl.


— Error. La que no, intenta hasta poder –corregí su frase–. ¡Y vamos al lío!


Cogí mis apuntes, me dispuse a sentarme frente al escritorio pero la mano de mi profesor particular me retuvo:


— No, en la cama mejor –me obligó ocultando algo. Sabía que tenía una segunda intención.


— Vale –repuse en un intento de sentarme. 


La falda tan ajustada no me dejaba adoptar mi postura de estudio habitual y no me quedó otra que sentarme en el borde de la cama. Cogí los apuntes y me dispuse a repasar la lección. Tras diez minutos contados del reloj, el picor de la solapa de la chaqueta sobre mi cuello me llevó a rascarme con insistencia y sin lograr disiparlo. Raúl captó el problema al vuelo y aprovechó la ocasión para zafarse de mí:


— ¿Cuánto tiempo más vas a aguantar así? Sé que el tejido pica y no puedes parar de rascarte. Además, estamos a más de 30°, y debes estar asfixiada con esa chaqueta. Déjalo, ya has sido la letrada Sofía por suficiente tiempo –concluyó.


— No pienso darte la razón, quiero demostrarte que puedo hacerlo –repuse con tozudez.


— Ese no es el mensaje con el que tienes que quedarte. ¿Sabes por qué siempre me meto contigo? Porque quiero que aprendas a que no debes cambiar ni ser la persona que otros quieren que seas, y tú te empeñas en aparentar lo que no eres –explicó mi profesor al tiempo que me retiraba la chaqueta que tanta picazón me estaba provocando.


— Llevas razón –dije en voz baja–. Pero la falda también me molesta –proseguí levantándome de la cama y colocándome frente a él. ¿Le estaba pidiendo que me desvistiera? Eso parecía, pero Raúl ladeó la mirada incomodado–. No vas a ver algo que no hayas visto, así que termina la lección.


— No puedo –susurró con timidez.


— Sí: El que puede, puede; y el que no, intenta hasta poder –insistí llevando su mano hasta el cierre trasero de mi falda.


Raúl bajó la cremallera y con cuidado dejó caer mi falda hasta el suelo. Mis bragas de unicornios quedaron a la vista. De seguido cerró los ojos y me pidió que me vistiese. Yo hice caso a su recomendación y me coloqué una camiseta holgada que me permitiese estudiar cómodamente y, por qué no, ser yo misma.


— Así me gusta, yo también quiero que aprendas a que no se pueden dar lecciones a medias –sentencié victoriosa.


— Ya veo. Si la alumna le da lecciones al profesor, ¿qué hago aquí? Ya no me necesitas –dijo el tozudo de mi vecino levantándose de la cama con la intención de irse–. Puedes quedarte sola...


— No, eso no –rechisté–. Sola no, por favor –agregué entre súplicas y sollozos.


— ¿Por qué le temes a la soledad? –me preguntó retrocediendo sus pasos hasta quedar sentado en la cama frente a mí–. Cuéntamelo, y quizás me quede.


— Sí, me da miedo. Es algo privado, no quiero hablar del tema –reflexioné guardándome el motivo para mí tal y como él hizo con el tema de la medalla de su padre.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.