Eterno Castigo

Capítulo 18: La confesión

Ahora que mi madre conocía la verdad o, mejor dicho, le había confirmado que ella tenía razón, todo se había vuelto más apacible. Teníamos una relación cordial, pero mi enfado por continuar con el castigo no se había disipado. Si algo había aprendido en estos días, era la resignación. Resignarme a mi castigo, a no ver a mis amigos y a mi padre, a no pasar ya tiempo con mis vecinos... En fin, ya no quedaba nada de aquello de "La que no puede, lo intenta hasta lograrlo". La resignación se había adueñado de mí, y la monotonía había llegado para quedarse. Incluso me había planteado no ir en busca de Rubén después de los exámenes, estaba rozando el borde de la locura... Ni siquiera para demostrarle a mi madre que no habría nada que lamentar, que Rubén era mi alma gemela. Y hablando de lamentar, mi querida María Luisa ocultaba algo que necesitaba descubrir. Estábamos cenando, esta misma noche comenzaría su turno intensivo y no me quedaría más tiempo sin saberlo:


— Mamá, ¿alguna vez te han roto el corazón? –pregunté con cierta timidez.


— Tal vez –masculló ella ligeramente abochornada.


— ¿Y cómo te sentiste? –proseguí la conversación.


— Me sentí como si..., mejor dicho, dejé de sentir. Cuando alguien abusa de tu confianza, dejas de sentir –explicó mi madre sumida en una tristeza tan profunda que pensé bien mis palabras para que continuase sin sentirse presionada.


— ¿Y cómo te diste cuenta que habías dejado de sentir? –agregué.


— Cuando notas que algo ha cambiado en la otra persona, los sentimientos dejan de ser mutuos y no quieres verlo hasta que un día abres los ojos –reflexionó como si su corazón se volviese a romper en mil pedazos–. Cuando tu padre y yo nos divorciamos...


— Un momento, ¿fue mi padre? ¿Acaso te engañó? –cuestioné en vilo por saber la respuesta.


— No me traicionó, simplemente dejó de sentir. Las peleas y las discusiones entre nosotros aumentaron, hasta que al final me dí cuenta de lo que ocurría. Y así fue como yo también dejé de sentir, él no quiso intentarlo –balbuceó abriéndome su corazón.


— ¿Y eso es lo que te duele, que mi padre haya rehecho su vida y haya vuelto a sentir? –pregunté creyendo encontrar al fin el motivo oculto por el que mi madre albergaba tanto odio dentro.


— Eso no es del todo cierto, pero esa parte de la historia no me corresponde a mí contarla –proclamó dándome a entender que había algo más, y que sólo lo comprendería si mi padre me contaba la verdad. 


— Necesito hablar con papá, por favor –le supliqué señalando su teléfono móvil, y ella me lo entregó.


El resto ya era historia. Mi padre me confesó que se había enamorado de su pareja aún estando con mi madre, pero juró y perjuró que hasta que no se habían separado no habían comenzado a salir. Pero que no demostrara sus sentimientos, no significaba que no hubiese engañado a mi madre. Y eso fue lo que le pasó, él ya no sentía por mi madre lo que ella sentía por él. Sin embargo, la deslealtad aunque no era física, sí que tenía un componente psíquico. Continuar con un amor inexistente no hacía más que engordar una mentira, que mi madre había tenido que sufrir durante meses. 


Conocer esa verdad me llevó a replantearme cómo mi padre me había engañado durante todo este tiempo. Me mintió respecto a cuándo había conocido a su pareja, me dijo que fue en la cena de empresa de fin de año. Me mintió sobre cuándo comenzaron su relación el catorce de febrero de este mismo año. Me mintió, en resumidas cuentas, me había hecho creer en una engaño que ahora nada tenía que ver con la realidad.


Y entonces fue cuando estallé, me volví a sentir sola tal y como me ocurrió cuando descubrí la separación de mis padres. Me encerré en mi habitación y le pedí a mi madre que me dejase mi espacio. Aunque pareciese absurdo, la soledad en estos momentos sería mejor compañera que obligar a mi madre a pasar por este bache otra vez, y más a una hora escasa de que se fuese al trabajo. Necesitaba desahogarme, llorar a solas. Ahora entendía un poco más su situación, mas no era una justificación para mantenerme encarcelada.


Después de la rabia y la frustración, llegó la melancolía. Accedí al baño de mi habitación y me dispuse a darme una ducha. Las lágrimas corrían junto al agua, pensaba que de esa forma la tristeza también se iría por el sumidero de la ducha. No fue así. Me puse mi pijama habitual y me metí en la cama echa un ovillo. Tiré de la sábana y la colcha y me tapé de pies a cabeza. Intenté reprimir mi llanto, pero no lo conseguí. Lloré y lloré sin cesar, puede que estuviera al borde de la deshidratación en parte por mis sollozos, y en parte por el sudor generado por la mezcla del exceso de ropa y la alta temperatura de la cálida noche.


Estaba tan sumida en mi melancolía que ni el timbre de la casa escuché. No fue hasta que la incesante voz de mi vecino me despertó del bucle en el que me encontraba absorta:


— Sofía, Sofía, responde por favor –recitó Raúl no logrando una contestación verbal por mi parte–. Tranquila, estoy aquí... –dijo destapándome la cabeza que resguardaba bajo la cueva de ropa.


Mis ojos verdes chocaron con su mirada color miel, noté la confianza y el apoyo que depositaban en mí. La misma con la que prometió ayudarme aquel día en su casa. Esa que despertaba la esperanza en mi interior, la que me recordaba que era un verdadero amigo. Y entonces agradecí no estar sola.


— ¿Es que no vas a dejar que te dé un abrazo esta vez? –me sonrió tumbándose a mi lado y quedando mi cabeza recostada sobre su pecho–. Estás ardiendo... –y empujó la ropa que cubría mi cuerpo con un ligero movimiento que me hizo pensar que se iría de mi lado.


— No te vayas, quédate conmigo –pronuncié con la voz rota después de un largo tiempo llorando.


— No me iré, esta vez no. Tranquila –me susurró acariciando mi mejilla y besándome el pelo– Esto te hará sentir mejor –y me colocó los cascos que siempre llevaba encima.




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