Me desperté rebosante de energía. Cogí mi falda-pantalón rosa flúor y la combiné con un crop top blanco. Recogí mi pelo en un moño informal, y me apliqué un poco de maquillaje. Me tomé una tostada con aceite y un zumo de naranja, me lavé los dientes y salí pitando en dirección al apartamento de mis vecinos no antes sin despedirme de mi madre. Si no fuera por ella, no podría estar pisando ni siquiera las baldosas del patio de luces que separaba ambas alas del edificio.
Llegué a la casa de mi vecino y un desaliñado Raúl me abrió la puerta. Era cierto que se había tomado al pie de la letra que era una quedada como amigos y no una cita, porque ni un poco se había arreglado. Y cómo no, le tuve que llamar la atención por ello e insistirle en que debía cambiar un poco su atuendo si quería impresionar a Paula:
— ¡Raúl! ¿Se puede saber qué haces así vestido? –repliqué sin saludarle siquiera.
— Hola a ti también... ¿Qué le pasa a mi ropa? –preguntó como si llevar una camiseta ancha y casi con rasguños fuese el atuendo perfecto para una cita.
— Pues que de esa forma no ligarás con Paula... Quítate la camiseta y ponte algo mejor –le ordené abriendo las puertas de su armario sin pedir permiso.
— ¿Y quién ha dicho que quiera ligar con Paula? Ayer parecías la típica celosa, y hoy quieres escogerme la ropa... ¡Ni mi madre! –refunfuñó con la intención de que le replicase por llamarme celosa, pero sin lograrlo.
— No, no soy tu madre pero sí tu amiga. Ponte esto, venga –dije pasándole una camisa de lino que cualquiera diría que por error estaba en su armario.
— Tengo una empanada en el horno que sacar –se excusó haciéndose el remolón–, que luego bien que querrás comer algo por el camino.
— No te preocupes, gracias pero me encargo yo de sacarla. ¡Tú cámbiate! –repetí mi orden.
— Puff, está bien "celosilla" –aceptó a regañadientes con su segundo intento de entrar en una discusión de la cual yo no pensaba ser partícipe.
— Me llamas así, porque hoy ya no soy tu vecina "desgreñada" –musité saliendo de su dormitorio para darle intimidad y que no se opusiese a ello durante más tiempo.
Me encaminé a la cocina, el aroma se olía desde el pasillo. Que Raúl era un magnífico chef era innegable, y la empanada de dátiles con bacon que había preparado lo reafirmaba. Miré a los lados en busca de alguna manopla o un simple trapo para sacar la llanda del horno sin quemarme los dedos, pero ni rastro de nada. Así que deshice mis pasos y regresé a su habitación para preguntarle al experto cocinero, con la mala o buena suerte, según se mire, de entrar sin pedir permiso:
— ¿Raúl, dónde hay algo para sacar...? –y se entrecortó la frase al pillarlo en el momento justo mientras se quitaba la holgada camiseta, dejando al descubierto algo que aún no conocía de él.
Que el mote de "buenorro" ya estuviese cogido en su familia no significaba que se quedase atrás en ese aspecto. Aunque no tenía un abdomen excesivamente trabajado, sí que se le marcaba la musculatura. ¿Cómo podía estar tan desaprovechado? Pero debió ser que mi cara de asombro y embobamiento no fue suficiente como para que se apresurase a vestirse de nuevo. Al contrario, se tomó su tiempo en contemplar mi cara de tonta mientras se colocaba la camisa con suma lentitud.
— Ya voy yo... ¿Mejor ahora? –preguntó en busca de mi aprobación, a lo que yo respondí con gesto afirmativo. Tuve que tragar saliva y rezar para que el rubor hubiese desaparecido de mis mejillas.
— Lo siento –fue lo único que fui capaz de articular obteniendo una sonrisa algo indescifrable de mi vecino.
Pusimos rumbo a la cocina, preparamos juntos las viandas para comer durante el viaje y cogimos agua y refrescos para no deshidratarnos. Intenté olvidar el tema de la camisa, por un lado para no incomodarme y por otro porque la imagen retenida en mi retina no lograba esfumarse del todo. Y nos subimos a su coche, listos para emprender la primera parte del viaje.
El centro comercial quedaba a las afueras de la ciudad, esa que me había visto nacer y crecer, la que nunca pensaría que los caminos de mis padres se separarían el uno del otro. Mi amiga Paula era una adicta a las compras, así que entendía a la perfección que hubiese elegido esa ubicación para su posible cita con Raúl. Conociéndola, no dudaría en entrar a cualquier tienda y probarse algún conjunto con la intención de dejar atónito a su posible chico y a cualquiera que pasase a su alrededor. Y yo estaba dispuesta a acompañarla y disfrutar de mi limitada libertad.
Cuando llegamos, mi vecino estacionó el coche en el aparcamiento subterráneo y tuvimos que tomar las escaleras mecánicas para acceder a la superficie comercial. Paula nos estaba esperando como si más que semanas hubiesen pasado años desde la última vez que nos vimos. Nada más nos divisó subiendo las escaleras, corrió en nuestra dirección y nos abrazó con fuerza. Y digo nos abrazó, porque primero se lanzó a los brazos de su mejor amiga, y más tarde a los de Raúl. Eso me hizo sentir cómo se clavaba una espinita en ¿mi corazón?
— ¡Chicos! ¡Cuánto tiempo! –expresó Paula radiante de alegría.
— ¡Amiga, cómo te he echado de menos! –le respondí.
— Hola Paula –musitó Raúl con un matiz romanticón.
— Hola Raúl –le contestó ella exagerando aún más el tono anterior.
— No sé si ha sido buena idea que venga –murmuré siendo consciente de la situación.
— Claro que sí –afirmó mi vecino recuperando su gesto amable habitual–. Bueno, tenemos un poco de hambre... ¿Dónde comemos?
— En el restaurante de comida hindú, por favor –rogué con la boca hecha agua.
— Ay amiga, no cambias –proclamó Paula a sabiendas de que ese era mi sitio favorito.
— ¿Hindú? Nunca he probado ese tipo de cocina –expresó el chef, ahora no tan profesional.