Nuestras tensiones cesaron en el momento en que la alarma del teléfono de Raúl sonó. Creo que dí un pequeño salto del susto, e incluso chillé. Él me miró y se burló de mí, y entonces apagó la maldita alarma. El estruendo fue como una llamada de vuelta a la realidad, lo que fuese que estaba pasándose por mi mente sobre nuestra amistad se esfumó y yo lo agradecí enormemente.
— ¿Por qué tienes una alarma a las 22:45? –pregunté con la voz más calmada que puede quedar tras la tormenta acontecida.
— Por nada –musitó sin dar razones.
— Dímelo, ¿por qué? –insistí.
— Ya te he dicho que por nada –repitió él.
— Bueno, entonces tendré que descubrirlo yo misma –comenté aprovechando la ocasión para intentar sacar el tema de su supuesto amor–. Teniendo en cuenta la hora que es, supongo que no la habrías puesto expresamente para esta noche, sino que se trata de una alarma diaria. Estás en casa sólo, no tienes perro al que sacar a pasear ni ninguna otra obligación para hacer a esa hora. ¿No será que esa es la hora a la que llamas a alguien, a alguna chica tal vez? ¿A Paula?
— Ya estás presumiendo de nuevo de profesión –me chinchó el remolón.
— Responde, no te escabullas... –inquirí a modo imperativo.
— No, no tengo perro. Pero puedo tener otra obligación, como por ejemplo sacar la basura –rechistó haciéndose el interesante.
— No es para sacar la basura. Es por una chica, lo sé –respiré hondo y contraataqué–. Es por Paula.
— No es por Paula –contestó aceptando que era por una chica.
— ¿Entonces por quién? –volví a preguntar.
— Por ti, ¿vale ya? –soltó dejándome sin palabras–. Es a la hora que sueles asomarte por la ventana del balcón. La puse cuando nos distanciamos, sólo quería comprobar que estabas bien –explicó con vehemencia como si no fuese consciente de lo que eso significaba para mí: Dudas, otra vez me asaltaban las dudas.
— Vale –afirmé con mi escueta respuesta.
— ¿Nos vamos? Mis padres no suelen trasnochar, así que prefiero que no nos vean o me pedirán demasiadas explicaciones –se justificó por apresurar nuestra partida.
— Uy, sería la primera vez que te pillarían en tu cuarto con una chica... –y me mordí el labio para no continuar con la parte de "algo ligera de ropa".
— ¿Siempre eres tan irritante? –soltó imitando mi tono de voz.
— Si hay aquí alguien irritante, de los dos está claro que no soy yo –dije vistiéndome con la mayor rapidez del mundo.
Una vez que ambos estábamos vestidos, salimos de su habitación sin hacer demasiado ruido. Me topé con la puerta del chico del que hasta ahora había creído estar enamorada. Estaba cerrada, como ese capítulo de mi vida. Clausurado, con el cerrojo echado, con mil y un candados, con mil y una llaves que ya se encontraban en el país de nunca jamás. Era la realidad plasmada sobre la propia realidad, cuya moraleja sólo era una mala decisión que ya no tenía retorno.
Pasamos toda la noche en el camino de vuelta a casa, el trayecto aún se hizo más pesado que la primera vez. Aunque estábamos bastante cansados, Raúl sólo hizo las paradas reglamentarias para descansar, ir al baño o picar algo. La radio fue nuestra gran aliada para mantenernos despiertos. Que hasta la música amansaba a las fieras era tan cierto hasta el punto en que el carácter aún irritado y la rabia de mi conductor se habían esfumado gracias a ella. Se notaba que esa era su fuente de relajación habitual. Yo pasé la mayor parte del recorrido cantando al son de las canciones que sonaban. En estos momentos no quería seguir dándole vueltas al coco, y no me refería a mi falso desamor, sino a lo que sentía por mi amigo.
Al fin llegamos a nuestro Edificio Calderón, a altas horas de la madrugada del domingo. Apenas quedaban un par de horas para que amaneciera, y nosotros aún no habíamos podido ni dormir. Cualquier vecino que nos escuchase, pensaría que acabábamos de llegar de la fiesta del siglo. "¡Qué equivocado estaría!", me dije a mí misma. Al acceder al interior del edificio, me quedé paralizada. No podría entrar en mi casa sin antes darle una explicación a mi madre, y ahora precisamente no era un buen momento. Así que no quedaba otra que pedirle otro favor más a mi altruista amigo:
— Raúl, ¿podría quedarme en tu cama? –le pregunté sin percatarme en ese momento de que había tergiversado el término "casa" por "cama"–. Perdón, en tu casa... –corregí al reconocer mi error garrafal, debido al insomnio prolongado, sí era debido a eso. No quería quedarme en su cama, no.
— Sí, puedes quedarte –masculló con una sonrisilla que no pudo ocultar.
Subimos a su apartamento, haciendo mutis durante todo el recorrido. Nuestra batería vital estaba a un uno por ciento y estábamos deseando llegar a nuestra fuente de energía, o sea, la cama. No quise aceptar dormir en la cama de Raúl, aunque pudiese haber entendido eso, no dejaría que él durmiera en el sofá. Por supuesto que lo de dormir juntos en su cama no se me había pasado por la cabeza, no.
Me quité la ropa y me tumbé en el sofá. En menos de cinco minutos ya estaba en el país de los sueños. Justo en esa fase de transición entre la vigilia y el sueño, la fase no REM, escuché deambular a Raúl por el dormitorio. Pero me quedé dormida antes de fijar su último paradero. Caí rendida por el cansancio acumulado, hasta que un rayo de sol me despertó.
La luz entraba a través del gran ventanal que daba al balcón, quería seguir durmiendo así que me acerqué hasta allí para bajar la persiana. Pasé junto a la cama de Raúl, debía de estar escondido bajo la blanca sábana que cubría toda la cama. Y entonces me percaté de que no había ningún tipo de persiana, y la translúcida cortina no opacaría los destellos de luz que entraban con tanta fuerza. Al aproximarme a la ventana, me quedé embobada divisando las ventanas de nuestro apartamento, con tan mala suerte que mi mirada se cruzó con la de mi madre: