El fin de semana pasó, simplemente transcurrió sin pena ni gloria. Eran las horas previas al inicio de mis exámenes y aunque intentaba hacerme la fuerte, el duro palo que había vivido días antes era imposible de ocultar. Lo pasé rodeada de apuntes, café y chocolate, mucho chocolate. El dulce me ayudaba a borrar el amargo dolor de mi corazón, aunque fuese durante un breve periodo de tiempo.
En los próximos cinco días, tendría cuatro exámenes: lunes, Derecho Constitucional; martes, Derecho Romano; miércoles, Economía para Juristas; y viernes, Derecho Penal. Tenía que dar el cien por cien de mí, rendir lo máximo posible para superar esta convocatoria y demostrarle a mi madre que podía hacerlo. Si no hubiese sido por la ayuda de mi vecino... Descarté ese pensamiento de mi mente, yo sola también lo habría conseguido. Solo necesitaba creer más en mí, empoderarme y dejar atrás la desconfianza y la falta de valentía. Porque yo era valiente, nada que ver con el cobarde cuyo nombre no quería mencionar.
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La semana había pasado volando, ya estábamos a viernes y en apenas unas horas conseguiría, si todo iba según lo previsto, terminar con este eterno castigo. Aunque aún no hubiesen salido las notas oficiales de cada asignatura, las planillas de respuestas me otorgaban un aprobado alto tanto en Derecho Constitucional como en Economía para Juristas; y un cinco raspado en el odiado Derecho Romano. Sólo me quedaba el examen de Derecho Penal, y como había tenido el miércoles por la tarde y todo el jueves para repasar era altamente probable que hiciese pleno de cateadas.
Por otra parte, si mi amiga Paula no olvidaba lo que habíamos acordado un mes antes, después del examen de hoy nos iríamos a celebrarlo. Sin embargo, se trataba de algo más que una simple celebración, puesto que necesitaba desahogarme y contarle todos mis problemas a la única persona que estaría ahí para apoyarme. Más allá de mi dilema amoroso, también tenía otro asunto pendiente: Acercar posturas con mi padre.
Después de desayunar un rico tazón de leche con cereales, me apresuré para vestirme y terminar de prepararme. Me puse un vestido con estampado floral y me abroché la hebilla de las sandalias. Pasé al baño y, una vez que terminé de cepillarme los dientes, me dispuse a peinarme mi desgreñada melena. Al mirarme al espejo contemplé el colgante con el trébol de la suerte que me había regalado Raúl, no me lo había quitado en todo este tiempo. En parte porque yo era muy supersticiosa, aunque la razón oculta era otra de la que prefería no hablar.
Fue la propia María Luisa la que me llevó hasta la Facultad de Derecho para realizar mi último examen, coincidía con que hoy era su día libre. Mi madre optó por no mencionar nada relacionado con el fin de mi castigo, simplemente se limitó a aceptar que saliera a disfrutar de mi libertad con Paula. En el fondo sabía que se había excedido al ser tan estricta con el castigo, pero gracias a ello estaba a punto de conseguirlo...
— ¡Sí, sí, sí! –grité tras comprobar que la planilla de las respuestas me daba un pleno en mis aciertos–. ¡Soy libre! –musité ajena a las miradas de asombro del resto de estudiantes que probablemente pensarían que estaba loca.
— ¡Eres libre! –repitió mi amiga Paula, que me estaba esperando en el centro del "hall" del edificio.
— ¡Paula! ¡Cuánto te he echado de menos! No sabes todo lo que me ha pasado –le dije a mi amiga sin lograr despertar su curiosidad...
— Sofía, hay alguien que también quiere verte –inquirió ella consiguiendo suscitar el interés deseado. De modo que giré la cabeza y pude divisar un peluche de aguacate que me reveló sin verlo la persona que se escondía tras él.
— No quiero ver a nadie –sentencié enfadada con mi amiga. "¿Por qué se había aliado con el enemigo?", pensé.
— Sofía, por favor, necesito disculparme contigo –insistió Raúl mostrando su rostro oculto tras el peluche.
— Ahh, muy bien. Te recuerdo que ya tuviste tu oportunidad –contraataqué–. Y ahora ese caso está archivado.
— Tía, deja que hable –repuso Paula.
— ¿Y este pacto con el enemigo? –pregunté enarcando una ceja–. No, si al final también me quitarás a mi amiga –agregué dirigiéndome a mi irritante vecino.
— Está bien... Si no ahora, prométeme que le vas a dar otra oportunidad para hablar –me suplicó Paula–. Tú que siempre defiendes la inocencia de las personas hasta que se demuestre lo contrario...
— Sí, pero esto es distinto: Ya se ha declarado culpable –ratifiqué yo mirándolo fijamente a los ojos–. Vámonos, Paula, por favor.
Mi amiga aceptó sin rechistar esta vez, noté cómo le devolvió una mirada cómplice a Raúl que me hizo darme cuenta de que estaban compinchados desde antes de venir hasta aquí. Lo mismo incluso Raúl la había recogido en su casa y habían venido juntos hasta la Facultad. O quizá Paula ya era conocedora de todo lo que había pasado o, mejor dicho, de la versión que mi vecino le había contado. Él siempre antes que yo, eso desató los celos que ya no quería sentir.
Mi mejor amiga me persiguió durante un par de minutos, ni yo misma sabía hacia donde me llevaban mis pasos. Quería escapar de este castigo, y no me refería al que me había impuesto mi madre sino al eterno castigo que atormentaba mi corazón. Por más que intentara pasar página siempre me venía un recuerdo a la mente que no hacía nada más que agravar mi dolor.
Finalmente mis pies me llevaron hasta un banco localizado en la parte arbolada que rodeaba la Facultad. Allí me senté y le expliqué a Paula con todo lujo de detalles la historia que comenzó a través del balcón de mi dormitorio la primera noche de mi castigo. Mi amiga no necesitó ni dos segundos para darse cuenta que desde el principio me había sentido atraída por Raúl, y que según lo que ella interpretaba a él le había sucedido lo mismo: