A veces la vida puede ser poco realista, como cuando despiertas de un sueño desapacible y te das cuenta de que en realidad no es un sueño; sino que es la vida, que camina intranquila.
Eran las ocho de la mañana cuando Arantxa salió de su casa, el sonido ensordecedor se apoderó de las calles de Abaddon mientras la joven caminaba leyendo a Nietzsche, autor que le recomendó su profesora para escribir un ensayo que debía entregar en su clase de filosofía.
Abaddon era el pueblo en el que ella nació: era antiguo y de pocos habitantes. Se lo caracterizaba por sus casas de grandes ventanales, así como también por los ceibos que adornaban las aceras dándole un aspecto más júbilo al lugar.
Había muchas leyendas que rodeaban dicho pueblo, desde cacería de brujas hasta viejos hechiceros, pero para Ara, no eran más que eso: Leyendas.
Otro aspecto interesante de Abaddon era la neblina del castillo de Lilith que inundaba las calles haciendo que el ambiente sea fusco la mayor parte del tiempo. Esa era otra de las leyendas: el famoso castillo de Lilith donde la reina de los demonios aun habitaba. Nunca nadie llego tan lejos como para comprobar su existencia o no, pero al menos Ara, no se guiaba de las fábulas. Se dice que dicho castillo estaba ubicado al final del pueblo en una zona restringida llamada Teivel, la cual con su apariencia medieval albergaba a las antiguas brujas y hechiceras. Muy pocos tenían la oportunidad de conocer el lugar en persona, ya que la teoría decía: «Solo aquellos que no sean mundanos podrán entrar en aquella zona»
Caminaba envuelta en las palabras del filósofo analizando cada fragmento en su cabeza cuando el fuerte estruendo de un accidente automovilístico la sacó de sus cavilaciones, levantó la mirada de su libro y vio la figura de una muchacha que yacía en el suelo cubierto de cristales rotos.
Atemorizada miró a su alrededor, no fue parte de la tragedia solo por unos escasos centímetros que la separaban del automóvil incrustado en las puertas de vidrio de un local comestible, por suerte se encontraba cerrado debido las tempranas horas, sino hubiera sido una catástrofe.
—¿Te encuentras bien? Voy a llamar una ambulancia —se acercó a pasos nerviosos hacía la joven que se encontraba herida en el suelo, mirándola asustada al ver la sangre corriendo por su rodilla.
—No te pedí ayuda —respondió ella entre dientes poniéndose de pie y sacudiendo la tierra de su ropa. Se sentía furiosa, no con la muchacha que intentaba ayudarla, sino con el tedioso y absurdo plan de su acompañante.
Amarró su cabello corto de hebras oscuras en un moño despeinado y le permitió divisar a la joven el tatuaje de un dragón al estilo tradicional que llevaba sobre su cuello. La intensidad que emanaba su fría mirada y el aroma a canela mezclada con lavanda que desprendía de su cuerpo inundó todos sus sentidos como si de un hechizo se tratase.
—Tranquila, entiendo que estés en shock, solo trato de ayudarte —dijo Ara, siguiéndola—. Además, estás sangrando. Deberías ir a un médico —le señaló.
—Estoy bien —soltó mientras buscaba a su acompañante.
Al ubicarla se dirigió fastidiada hacía ella, Ara solo la siguió con la mirada desde su lugar y observó sobre el suelo otra figura femenina de camisa blanca —o lo que quedaba de ella—, porque parecía la escena de una película de terror por las manchas de sangre.
La joven con las manos nerviosas sacó su teléfono del bolsillo y se concentró en llamar a los paramédicos viendo como ambas mujeres discutían sobre algo que no alcanzaba a escuchar.
Fue una situación inesperada que sucedió tan repentinamente como si hubiera sido un sueño fugaz, de esos en donde las imágenes se ven difíciles de interpretar.
Ella no sabía por qué, pero se sintió intrigada por ella, por esa chica que la miraba por el rabillo del ojo mientras subía a la fuerza en la ambulancia, esa chica que le resultaba familiar pero tan nueva al mismo tiempo.
—¡Luna! ¿era necesario fingir un accidente? —chilló Rebeca cerrando con fuerza la puerta a sus espaldas. El estruendo hizo resonar el piso amaderado del hogar donde vivían las brujas, más que hogar, su guarida, como les gustaba llamarlo.
—¿Qué pretendías? Bajarte del coche y decirle: hola desconocida, mi intuición me afirma que eres una bruja. ¿Quieres unirte a nuestro aquelarre? —dijo la morena imitando el tono de voz de Rebeca mientras se tiraba bruscamente sobre el sillón.
Luna Andersen era la bruja más joven del aquelarre Tiamat, que a pesar de su dulce rostro era la más astuta y salvaje de las cuatro. Tenía un brillo verde en los ojos, como la luz del estío al reflejarse a través de las hojas de los árboles.
Luna descubrió su magia hace apenas unos años, cuando inconscientemente hizo volar una roca en el campamento cristiano. Obligadamente, su familia al ver la luz brillante saliendo de sus manos, la llevaron a un retiro espiritual donde fue sometida a una terapia de conversión, tratándola como si fuese un fenómeno poseído.
Finalmente, luego de ser obligada a realizar varias atrocidades, comprendió que ser una bruja no se trata de religiones, y que no había nada malo en vivir una vida mágica.
—No, pero podríamos haber buscado otra manera de hablar con ella —comentó la pelinegra con un suspiro frustrado recostando su espalda en la silla.
Al escuchar la discusión de ambas brujas en la sala, las otras dos bajaron las escaleras expectantes de la situación.
—¿Qué sucedió? —preguntó la mayor del grupo desde la escalera.
—Creemos haber encontrado otra bruja en Abaddon —Luna dirigió su mirada hacia ella con respeto.
En los aquelarres siempre hay una bruja que es la más sabía, la más estricta, la que recluta a las demás y le enseña todo lo que deben saber sobre la magia. Y ese era el caso de Freya Jones, que, si bien solo era mayor por unos años, era la que más conocimiento tenía.