Eterno renacer

Conjura la aguja

 

Llovía afuera. Era una llovizna que caía de lo más inusual, a ratos se detenía y a ratos arreciaba.

Ara desde chica siempre sintió una conexión inmensa con las tormentas y con todo factor que sea parte de la naturaleza en sí, era algo que a ella le encantaba. Lo que más le gustaba de los días de lluvia eran las emociones que transmitía, a muchos los ponía melancólicos, pero a otros les generaba felicidad; ella era de esa segunda tanda.

Cuando la lluvia comenzó a disminuir, la camioneta vieja de Freya ya estaba estacionada frente a la entrada de su hogar. Ara tenía buenas expectativas con ese viaje, le emocionaba poder volver a conectar con la naturaleza luego de estar tanto tiempo entre los sonidos del pueblo. Bastaba con echar un vistazo a la naturaleza para descubrir la intensidad de sus emociones.

Rodeó el vehículo y se ubicó al lado de Becca en la parte trasera. Al lado de ella se encontraba Luna, la cual le dedicó una sonrisa pasajera. En el asiento del copiloto se podía ver la melena de Sabrina que se agitaba con la brisa helada que entraba por la ventana.

El camino parecía eterno. No había absolutamente nada ni nadie a su alrededor. Los únicos seres que andaban en el entorno, eran pequeños animales silvestres a la orilla de la ruta que al ver el vehículo se escondían entre la penumbra de las malezas.

Una vez en el lugar, bajaron del automóvil y Ara estiró sus brazos y piernas adormecidas debido al largo camino.

La vista es bastante apacible, montañas, árboles, y plantas de todos los tamaños se encontraban junto a un precioso río. Inhaló el frío aire mezclado con el aroma a petricor, mientras observaba maravillada el lugar. Era algo que ella necesitaba, un viaje como ese, la ayudaría a aclarar sus pensamientos.

—¿Estás nerviosa? —le preguntó Becca.

Demasiado. Aun así, la sed de respuestas era mucho más grande que cualquier miedo dentro de ella.

—Un poco —admitió y sintió el toque cálido de las manos de Becca sobre sus hombros haciéndole erizar la piel.

En ese momento, todo nerviosismo que la invadía disminuyó, el toque suave de su palma provocó un sentimiento que se aferró en su pecho para perdurar ahí.

—¿Quieres que demos un paseo? Quizás el agua del río se lleve todas tus penas —comentó la bruja mientras le dedicaba una pequeña sonrisa.

Se sacó sus zapatos y se acercó hacía las orillas del río donde finalmente se sentó. Becca cerró los ojos cuando los sonidos de los grillos y el agua en movimiento invadieron sus oídos: era un sonido tranquilizador.

La joven realizó su mismo gesto y se colocó junto a ella apoyando su espalda en el húmedo césped. Se sentía demasiado a gusto, la sensación del pasto rozando sus cuerpos, el aire acariciándoles el pelo, agua rociando las plantas a lo lejos y Becca sonriendo a su lado mientras cruzaba los brazos detrás de su cabeza en el césped.

El agua del lago se veía tan limpia que se podía apreciar algunos peces nadando con tranquilidad, también habían grandes rocas siendo atrapadas por las algas marinas que iban a la par de la corriente.

—Sabes, eres diferente a lo que me había imaginado —Becca la escuchaba con atención, observando el perfil de la muchacha siendo iluminado por la tenue luz de la luna, era una especie de retrato que quería guardar para siempre en su memoria—. Mi primera impresión de ti fue la de una chica egocéntrica que odia a las personas —dijo Ara, y su comentario hizo reír a la bruja—, pero ahora que te conocí me di cuenta de que eres diferente.

—¿Diferente en que sentido? —preguntó Becca. Sus rostros estaban tan cerca que no pudo evitar mirar los labios de la castaña, pero apretó los suyos intentando contener las ganas que tenía de cerrar esos centímetros de distancia.

—En el buen sentido —respondió—, creo que eres una persona fría por fuera, pero por dentro tienes miles de emociones que por alguna razón tratas de ocultar —dijo Ara, con la esperanza de algún día conocer el otro lado de Becca, ese lado tierno que aguarda por salir.

La bruja se mantuvo en silencio, intentando comprender a qué se refería con esas palabras.

Se mantuvieron así durante un largo rato, solo apreciando el sonido del agua correr y observando como las estrellas se equilibraban en el cielo.

—¡Chicas! ¡Acérquense! —la voz de Sabrina las sorprendió. Becca observó una vez más a la joven y una cálida sonrisa se formó en su rostro al mismo tiempo que se ponía de pie y tendía su mano hacía ella.

—¿De que hablaban? —preguntó la bruja cuando llegaron a la ronda donde se encontraban las demás.

—Del pequeño Valdemar —respondió Sabrina. Ara miró confusa a Becca mientras se sentaba junto a ella y Luna dejó escapar un largo suspiro.

—Resulta que... en nuestro último campamento, nuestra comida comenzó a desaparecer. Al principio creíamos que se trataba de una liebre, una ardilla, o algún animal del bosque, pero las marcas detrás del rastro de migajas que dejó, eran incluso más pequeñas que las hueyas de una ardilla —comenzó a relatar Becca al ver la mirada confusa de Ara—. Por lo tanto decidimos colocar trampas para atrapar al ladrón.

—¿Y lo atraparon? —preguntó ella prestando suma atención al relato de la bruja.

Sabrina asintió.

—Era un duende.

—¡¿Un duende?! —exclamo Ara—. Pensé que eran un mito —Admitió. Sin embargo, ya nada le sorprendía. En un pueblo lleno de brujas y seres oscuros, un duende era lo de menos.

—Se suponía que las brujas también éramos un mito, mujeres horribles con el pelo enmarañado y la nariz alargada. Pero aquí estamos, sin arrugas ni escobas que vuelan.

No obstante, los duendes eran unas pequeñas criaturas aún más diminutas que una ardilla, donde sus largas y puntiagudas orejas decoraban en su rostro. Estos seres, tenían el cuerpo de un humano, pero estaban cubiertos de un oscuro pelaje para protegerse del frío. Solían vestir prendas coloridas que fabricaban ellos mismos con diferentes elementos de la naturaleza, desde hojas, pétalos de flores, hasta pequeñas ramas que recolectaban de los suelos.




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