Eterno renacer

La maldición de la sangre

Ara estaba gritando.

Becca corrió hacía ella, tropezando con ramas afiladas atascadas en la tierra y saltando sobre troncos cuyo ancho equiparaba la altura de ella. Se dio cuenta en cuestión de segundos como todo el bosque había sido alterado por la sangre oscura de la elegida.

Cuando encontró a la joven bruja, los ojos de Ara estaban cerrados, su rostro estaba pálido, las lágrimas se mezclaban con el sudor que goteaba de sus mejillas. Becca se colocó a su lado, se tumbó en la tierra y tomó con delicadeza el cuerpo de Ara hasta acomodarla sobre su pecho.

Acarició la cara de la joven con sus manos cálidas. Mientras más la acariciaba, más sordo se volvía el dolor en su cuerpo. El chillido de sus huesos se convirtió en susurro, luego en silencio.

—Ara... —pronunció su nombre con tanta suavidad que sus labios apenas se movieron. Ara frunció el ceño aún sin poder abrir los ojos, no tenía fuerza para hacerlo.

La mirada de Becca estaba vidriosa por las lágrimas, su cabello azabache cubierto de polvo y sudor. Le dolía en el alma haberle mentido, a ella, a las Tiamat, sabiendo que pronto su secreto saldría a la luz.

Nunca quiso dañar a ninguna, sin embargo sabía que si les contaba sobre su pasado, no la aceptarían como una bruja real. Ella decidió cambiar, acudió a Lilith para borrar lo que era. No quería seguir persiguiendo y lastimando brujas solo porque ese era su deber como cazadora, le parecía una atrocidad, le resultaba inhumano. Nunca imaginó que guardar el secreto, también lastimaría de cierta forma a quienes más quería.

Extendió la mano para enjuagar las lágrimas de la muchacha, estremeciéndose cuando su piel se encontró con la de Ara. Mantuvo su mano en la mejilla de la joven. Esa chica extraña que había logrado desequilibrar el mundo entero de Becca, la había apartado del vacío y la estaba dirigiendo hacía algo... más. Algo desesperado, anhelante y esperanzador. Algo puro. Cuando estaba con Ara, las cosas eran diferentes. Ella era diferente, y lo sabía muy bien. En otras circunstancias, nunca habrían podido estar juntas.

Era su destino, estaba escrito. Ella debía cambiar para poder reencontrarse con su alma gemela. Quizás, el nacer siendo una cazadora en esta vida, haya sido el karma de su vida pasada. Deseaba con intensidad, haber hecho las cosas bien esta vez.

—¿Qué estás haciendo aquí? —escuchó la voz ronca de la muchacha. Ara reaccionó antes de que su mente lo hiciera. Se lanzó hacía adelante, luchando con quien días atrás era su amante —.¿Por qué viniste?

—Dije que te esperaría afuera. Te lo prometí— dijo Becca.

Su piel estaba tan blanca como una hoja de papel, las pecas esparcidas por su nariz más pronunciadas que nunca. Ara quería contar todas y cada una, memorizarlas todas para que incluso cuando cerrara los ojos, ella viera una constelación en el rostro de la bruja. Sin embargo, Becca era tan mercurio retrógrado cuando Ara era tan Venus directo.

—¡Aléjate de mí! —le suplicó alejándose de ella, mientras con su mano tocaba la zona herida de su pierna—. No hiciste más que mentirme y hacerme daño —escupió con rabia en sus ojos.

—Déjame explicarte. Ara, por favor.

—Me engañaste. No quiero seguir escuchándote —dijo manteniendo distancia de la bruja. Aunque su corazón quería escucharla, ella no dejaría que la oscuridad de Rebeca ganara y volviera a jugar con su ya inútil corazón.

—Tenía que hacerlo. Nunca te lastimaría, todo lo que te dijeron allí adentro no era todo real. Lo sabes ¿verdad? —preguntó con tristeza en su mirada.

—¿Cómo puedo creer lo que dices cuando me mentiste durante todo este tiempo? —murmuró a punto de caer en sus brazos de nuevo. Ella luchaba contra sí misma y sus sentimientos, con las ganas que tenía de abalanzarse sobre sus labios.

—Porque soy testigo de los horrores que esta mentira provocó. A ti, al aquelarre, a mí. Lo veo ahora —dijo con sinceridad—. Me avergüenzo de lo que fui, por eso acudí a Lilith en busca de la magia oscura, necesitaba cambiar lo que era. No quería ser una Marduk, una cazadora, secuestrar brujas. No lo veía correcto por más que esa fuera mi esencia, algo dentro de mí me decía que debía abandonar ese cuerpo.

—¿No confías en mí como yo confiaba en ti? —Ara se negaba a mirarla a la cara. Miró sus manos. Frotaba un pulgar contra la palma de la otra mano, sus dedos estaban nerviosos. Ella estaba nerviosa.

—Por supuesto.

—¿Entonces por qué nunca me lo dijiste?

—Intenté decírtelo, que era peligrosa. De alguna manera lo hice. Pero no quería que me miraras de otra manera. No quería que me miraras como me estás mirando ahora —se peinó el cabello con nerviosismo.

—No creo que pueda volver a confiar en ti.

—Sé que lo que hice estuvo mal. Déjame arreglarlo —sus nudillos estaban blancos, sus uñas presionadas tan profundamente en la carne de sus palmas que los pliegues probablemente persistirían durante horas.

—No es tan simple como eso.

Ella no quería que la ira hirviera en su pecho. No quería que le picaran los ojos. No quería haber sido una tonta, que ella la engañara tan fácilmente. No pudo evitarlo. Miró hacía arriba. El rostro de la bruja estaba pálido, afligido.

—Al menos déjame intentarlo. Déjame demostrarte que siempre fui leal a mis sentimientos —Becca observó la muñeca de Ara, donde una corriente de sangre roja y brillante brotaba y goteaba por su brazo como una cascada—. Dejame ayudarte.

La bruja se inclinó hacía adelante para examinar la herida de la muchacha quien retrocedió ante tanta proximidad. Para ella sería difícil volver a confiar en la bruja, en el fondo quería hacerlo.

Ara siempre había tenido miedo del para siempre. Era demasiado amplio, abarcaba demasiado. Dejaba demasiado margen para el error y la decepción. Pero Becca le había mostrado todos los pedazos rotos y desordenados de sí misma.

—Entiendo como te sientes, porque en mi interior puedo sentir la ruptura de tu corazón como si fuera mía. Solo... dame una oportunidad.




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