Etérrano

II: Una bella capa roja

 

—¡¿Dos monedas de oro?!

El dueño del hospedaje miró a Winger con desgano.

—Eso fue lo que dije —masculló en un tono poco amigable—. Mira, muchacho, ese es el precio básico de una habitación por mes. No encontrarás nada más económico.

Winger hizo una mueca de desánimo, pues comenzaba a convencerse de que aquello era cierto. Ya había ido a cuatro lugares diferentes y, al parecer, eso era lo que costaba el alquiler de un cuarto sencillo.

«Tengo que conseguir un empleo…», se dijo mientras se echaba sobre la que a partir de entonces sería su nueva cama. La habitación era muy simple, casi sin muebles; solo había una cama con sábanas viejas, un armario mediano y una mesa de noche con un cajón. Boca arriba, distraído en las telarañas del techo, Winger al fin se permitió una sonrisa. Había sido aceptado en la Academia de Magia. Aún no podía creer que lo había conseguido. Se dijo que tal vez ahora las cosas empezarían a mejorar, y se prometió hacer su mejor esfuerzo. Entonces recordó algo.

—Es cierto, ese hechizo…

Se había quedado pensando en uno de los conjuros que Rowen había empleado: Asfixión. No recordaba haberlo leído en el libro de Waldorf. Ante la duda, tomó su ejemplar y se puso a hojearlo.

Aquel manual de magia era un extraordinario compendio de hechizos realizado por un mago del milenio VII. Waldorf había sido un gran sistematizador de las artes mágicas, categorizando con un agudo criterio racional la mayoría de los conjuros conocidos, algunos de los cuales eran de su propia autoría.

Winger estuvo más de dos horas yendo y viniendo por las hojas del libro. Tras haber revisado las más de setecientas páginas se convenció de que Asfixión no estaba allí. ¿Era posible que un aprendiz del nivel inicial fuese capaz de inventar sus propios hechizos?

«Qué chico más desagradable», pensó mientras pasaba las hojas con distracción. De pronto, se percató de algo en lo que no había reparado nunca hasta ese momento: en la última página del libro, alguien había dibujado una línea punteada que subía y bajaba, giraba sobre sí misma, pasaba cerca de los márgenes y volvía a caer hacia el centro, trazando un ondulado sendero que invitaba a ser recorrido. Y al final del camino, solo había una palabra escrita:

—¿Potsol?

Winger no conocía el significado de esa palabra. Tampoco podría haber sabido que, en ese preciso momento, un hombre vistiendo una armadura negra refería ese mismo término a dos personas encapuchadas.

Mientras admiraba el poniente desde un balcón de piedra, el hombre de la armadura impartió una orden. Los encapuchados asintieron y abandonaron el balcón. Ambos llevaban máscaras. Una era de gato y la otra era de topo.

 

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El sol comenzaba a ocultarse, y la ciudad que tanto ajetreo había visto algunas horas antes ahora se empezaba a serenar. Por eso las personas miraron a Winger con curiosidad al verlo pasar con tanta urgencia.

—¡Necesito una capa! —se apremió a sí mismo mientras se corría rumbo al distrito comercial.

“No estaría de más que consiguieras una”, le había recomendado Markus durante la conversación de la mañana. “Es un signo que nos identifica como magos, todos los aprendices tenemos una”.

La del muchacho de gafas era de color verde, mientras que la de Lara era azul. Rowen llevaba una de color pardo, al igual que los jóvenes que celebraron sus burlas cuando el pendenciero se fijó en la ropa de granjero de Winger: botas de cuero gastadas, un grueso cinturón con hebilla de hierro, pantalones de trabajo y un sayo largo hasta los muslos. Lo que él menos quería era volver a ser el centro de las miradas en su primer día, por eso a último momento decidió salir en busca de una capa. Pero la noche estaba a punto de caer y los negocios ya empezaban a cerrar sus puertas.

Tras andar en vano calles enteras, todas con vidrieras atractivas pero sin luz en el interior, dio al fin con una tienda especializada en atuendos para magos y viajeros. El lugar era anticuado y desprolijo, pero Winger no tenía demasiadas opciones disponibles a esas horas.

Una vez adentro, se topó con pilas de túnicas altas hasta el techo que dificultaban el paso y también el ubicar a algún vendedor. Pudo abrirse camino hasta dar con una anciana que se hallaba midiendo una pomposa túnica fucsia sobre un maniquí.

—Disculpe, estoy buscando una capa de mago…

—¿No ves que estoy ocupada, jovencito? —dijo la anciana sin abandonar su labor con la cinta métrica—. Espera un momento y te atenderán. ¡Rupel, ven aquí! —gritó con una voz chillona.

Momentos después apareció una chica sonriente, con el cabello rojo como el fuego y unos bellos ojos almendrados. Tal vez tenía dos o tres años más que Winger, era alta y sumamente atractiva. Llevaba un vestido corto y de color blanco, y la faja de seda roja que adornaba su cintura se mecía con cada uno de sus movimientos sensuales.




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