Eugenesia: La voz de los espejos rotos.

Capítulo II La noche que murieron las estrellas.

La noche que abandonaron a Taeyang y cuando lo encuentra su madre adoptiva hasta la narración de la muerte de ella y su amistad con el vecino.   

La luz de las estrellas brillaba como nunca aquella noche, en la que ellas y su protectora la luna fueron testigos de aquel atroz crimen que se daba siempre que ascendían a los cielos.  Fue de eso alrededor de las once de las noches, los clubes nocturnos comenzaban a despertarse, renacían con la música a alto volumen, la multitud de personas que se aglomeraban para bailar y tomar alcohol y drogas. 

En los grandes teatros también revivían, llenos de gente con extravagantes trajes, sentados para escuchar la sinfónica, la ópera en algunos casos, en otros habían llegado para ver una obra de teatro que había sido la última tendencia en las revistas online de "Vanidades" y "Cultura".  

Pero fuera de esa atmósfera de fiesta, de lujos y excentricidades que se vivía siempre en la concurrida ciudad de Seúl, último bastión comercial de lo que alguna vez fue una república y ahora era nada más un estado dependiente y tributario de un nuevo imperio.  Las enemistades y guerras con países vecinos no sirvieron para nada, fue lo que aprovecho el enemigo para acabarlos de una vez y anexarlos a su creciente imperio, que lejos de buscar la igualdad como alguna vez lo fue, sus gobernantes se llenaron de la avaricia que infundía un país muerto hasta sus bases. 

 En las lejanías de aquellos bares, cerca de un viejo río, se encontraba un vertedero de basura clandestino, las personas iban a tirar siempre la basura, pero también era conocido por ser la zona más común en donde abandonaban a los bebés que nacían "Incompletos". Los bebés que nadie deseaba por haber nacido con malformaciones, por tener algún defecto para la perfección física que buscaba la sociedad. 

Por ser considerados una carga, los que no habían podido ser diagnosticados para ser abortados antes de sobrepasar el tiempo límite, esos eran los que una peor suerte que la muerte podían conocer, sin el amor de una madre o un padre, eran cruelmente dejados en los hospitales, en los basureros, en los ríos. Los que tenían suerte morían ahogados en los ríos y los que no pasaban días y noches muriendo de hambre, sin que nadie más que los perros callejeros y las aves de rapiña escuchasen sus súplicas. 

Había unos pocos que si poseían suerte, el milagro de que eran hallados y dejados en las puertas de los pocos orfanatos que existían, todos ellos privados. En donde eran educados, les daban comida y un lugar donde dormir. Pero decir que el infierno no estaba en la tierra era poco decir, ellos vivirían y serían cuidados hasta llegar a la mayoría de edad que pedía el estado. Los que no tenían remedio, los que no eran capaces de producir algo para el estado, a las empresas y de gastar su dinero, son considerados estorbo y como castigo son ejecutados. 

Aquellos cuyo único pecado fue que la naturaleza no les hizo caso alguno, mueren. Otros, los que no nacieron con parálisis, los que no tienen síndromes que les imposibilitan trabajar, luchan por llegar a ser aunque sea productores. Los sordos, los ciegos y los mudos, ellos son los que mejores oportunidades tienen entre los desamparados. Aún así, gran parte de ellos son ejecutados o se suicidan. Los que no lo hacen, entran en el programa de experimentación humana que imparte el gobierno a los que no desean la muerte. 

Lo que no es nada mejor que todo lo que han pasado en sus vidas tristes, los llenan de medicinas, los encierran, los ponen a prueba físicamente con sustancias que aún no saben como van a reaccionar a ellos mismos, con un claro peligro de muerte. Pero la recompensa lo vale, luego de veinte a treinta años de dar su servicio son indemnizados por el trabajo realizado a la nación. Solo cerca del cinco por ciento llega a esa meta, los demás mueren a la mitad de sus primeros experimentos. 

Cerca de aquel basurero de niños abandonados, en donde aún se escuchaban los llantos de los sobrevivientes, la muerte deambulaba siempre, en busca de calmar aquel mal que los humanos habían hecho, le daba su paz interior a las almas que nunca llegarían a tener una buena vida y se los llevaba al sueño eterno, del cual quizás si tenían más suerte, despertarían con una mejor oportunidad, con una mejor suerte. 

Algunos perros callejeros se encontraban en la zona, comiendo carroña o los cadáveres malolientes de los recién nacidos que murieron en sus cunas, bolsas de basuras o cajas. El hedor a carne era insoportable al llegar a esa área, pero una mujer, como muchas otras, estaba dispuesta a pasar por aquellos minutos de insolencia, dolor si es que aún quedaba algún sentimiento en su ser de piedad.  Dentro de una caja revestida de negro, el color del luto como aquel lugar, se encontraba llorando un bebé recién nacido, tendría no más de un par de horas de haber salido del vientre de su madre. 

Estado por el cual sería condenado a la muerte: Sordera de nacimiento. Los doctores no pudieron diagnosticar que el bebé nacería con ese defecto hasta que el bebé ya había salido al mundo exterior. La vida feliz que le esperaba sería una ilusión pasajera, la mujer llena de rabia y tristeza tenía que abandonarlo. 




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