1853
Los rayos del sol se desplegaban por el cielo alejando la noche, mientras las nubes tomaban un tono rosado. Era un espectáculo hermoso, aunque yo preferiría los atardeceres, el color naranja y los diferentes tonos que adquiería el cielo mientras el sol se escondía en el horizonte me gustaban mucho más. O tal vez no estaba siendo del todo imparcial, ya que hacía muchos años que no podía disfrutar de un amanecer. Era la primera vez en muchos años que no tenía que levantarme temprano para tender camas, vaciar orinales y hacer el desayuno. Se sentía raro no tener que trabajar como una esclava.
—Señorita Evangeline, señorita Evangeline—Una voz tras de mí me sacó de mis pensamientos. Me di la vuelta y me encontré con Anne, mi nueva doncella— ¿Qué hace despierta tan temprano? ¿Por qué tendió la cama? —añadió con los brazos en jarra.
Había pensado que me acostumbraría rápidamente a esta nueva situación, pero una costumbre no era tan fácil de deshacer. De repente el frío escaló por mi cuerpo, como si pudiese sentir aquel cubo de agua que me había lanzado mi madrastra hacía unos años atrás.
«¡Levantate, holgazana!», su voz se mantenía fresca en mi mente. No sabía por qué ese recuerdo aparecía en ese instante.
—Lo siento, Anne, es que estoy acostumbrada a levantarme temprano —No quería entorpecer su trabajo, pero no podía evitarlo.
La mirada acusatoria de mi doncella se suavisó.
—¿Quiere que le haga un peinado? —cambió de tema mirándome con cierta ilusión—. Puedo hacerle uno hermoso.
Por instinto llevé las manos a mi cabello que estaba recogido en un moño, era el que siempre llevaba.
—Gracias, pero no es necesario —respondí negando con la cabeza.
Los ojos de la chica se llenaron de decepción y simplemente asintió antes de salir de mi habitación.
Me sentía mal por quitarle su trabajo, pero una semana no era suficiente para dejar de ser Rose. Evangeline solo era una farsa de señorita en una habitación bonita.
Luchaba cada día con el recuerdo del baile de máscara y de aquel ataque contra mí. Algunas marcas habían quedado en mi cuerpo para atormentarme cada vez que me miraba en un espejo.
*****
Cuando el sol estuvo totalmente afuera bajé a desayunar. El señor Albert había insistido en que comiera en el comedor principal como la invitada que era, aunque la mesa me parecía enorme así que le había pedido que él me acompañase.
—¿Quisieras recorrer el pueblo hoy? —preguntó Albert mientras desayunábamos.
Llevaba una semana en Inworth House, y aún no había salido ni siquiera a los jardines. Cuando pensaba en dar un paseo, un miedo atros invadía cada célula de mi cuerpo.
—¿Es necesario? —inquirí en un susurro.
De repente salieron todos los criados de la sala y cerraron la puerta tras sí.
—Rose, sé que no le es fácil de la noche a la mañana convertirse en Evangeline Suans —dijo Albert como si pudiese comprenderme, pero no, él no podía hacerlo. Yo había perdido a la persona que amaba y casi me habían asesinado. No, definitivamente él no me comprendía.
—No lo sabe usted bien, señor Albert —respondí sintiendo que todos los recuerdos volvían a mí. Los vivía una y otra y otra vez— ¡Casi me matan! —exclamé.
—Lo sé, y cada vez que veo la marca en su cuello lo recuerdo —respondió con voz ronca, parecía estar conteniendose—. Pero esconderse como un caracol no es la solución. Debe salir al mundo, recuperarse.
¿Recuperarme? Sentía que aún estaba cayendo en un poso que me parecía infinito. ¿Cómo podría levantarme si no había hallado el suelo?
—Confíe en mí, yo estaré a su lado todo el tiempo, no la dejaré sola —añadió con una voz suave mientras su mano se extendía por encima de la mesa en mi dirección.
Miré su mano, mientras mi mente estaba llena de dudas, miedos, incertidumbres. Finalmente extendí mi mano hacia él.
«Todo estará bien, él estará a tu lado», me aseguré mientras el señor Albert sostenía mi mano con fuerza.
Después del desayuno, fui a mi habitación en busca de un sombrero y me reuní con el señor Albert en la escalinata de entrada de la Mansión. Realmente estaba impresionada por el hogar ancestral de Lord White, sabía que él era primo del príncipe y por tanto debía tener una cuantiosa fortuna, pero Inworth House era casi un palacio.
Al pie de la escalinata me esperaba una calesa, a la que el señor Albert me ayudó a subir.
—Pensé en la calesa pues es más ligera y cómoda de manejar, pero si prefiere un coche...
—No es necesario, es perfecta.
Realmente una calesa era mejor, menos formal y llamativo.
El señor Albert puso en movimiento la caleza y nos demoramos unos veinte minutos en llegar al pueblo de casitas típicas de los colonos. Al llegar bajé de la caleza con ayuda de mi acompañante. Después de dejar el coché comenzamos la visita.
Realmente el pueblo tenía de todo o casi todo. Tenía panadería, biblioteca, escuela. Todo aquello patrocinado por Lord White. Todos parecían adorarle, ninguna queja de él, era un buen jefe, socio y un perfecto caballero. Por mi parte no podía decir mucho de él, pues solo había recibido una carta en la que se excusaba por no poder estar presente, pues debía quedarse en Londres hasta el final de la temporada. Lo comprendía perfectamente, bastante había hecho al dejar que me quedase en su hogar ancestral.
Luego de pasar por la panadería, dónde probé los panes deliciosos que había comido en mi vida, nos dirigimos hacia la modista. Le había dicho al señor Albert que no era necesario ir, pero él había insistido en que era necesario hacerme nuevos vestidos.
La casa de la modista era sencilla, nada que ver con las que frecuentaba junto a mi madrastra en Londres.
—Buenos días, señor Albert —saludó la modista con gran simpatía cuando entramos en su establecimiento.
Se trataba de una mujer de unos treinta años de cabello pelirrojo y ojos verdes.