Estaba enojada con el señor Albert por haber tomado una decisión por mí, ignorando lo que yo deseaba. Además de ello, ni siquiera lo había negado, había confesado con todas sus letras que me había ignorado a propósito.
—¿Es una carta de Lord White? —preguntó Anne mientras me peinaba.
Miré el pedazo de papel olvidado cuando recordé por vigésima vez la actitud del ayuda de cámara de aquel caballero había interrumpido mi mente.
—Sí, es una carta de él —contesté después de soltar un suspiro, mientras miraba los trazos de aquella letra tan elegante.
Lord White sin duda era un caballero. La carta estaba fechada un día después de mi partida de Londres, aquello me sorprendía, pues había creído que me había dejado sola e ignorada en aquel rincón del mundo. En ella me había pedido que me sintiera en casa y que dispusiera de todo lo que me fuera necesario. También, expresaba una disculpa por no poder estar presente para recibirme, ya que tenía negocios que atender en Londres, que no atendían a demora.
Comprendía perfectamente que no pudiese estar a mi lado, tampoco quería ser una imposición, ya había sido lo suficientemente generoso de prestarme su casa y dejarla a mi disposición. Ahora que pensaba en él, nunca me había interesado en saber de Lord White. Tal vez debía aprender más de mi protector, después de todo, él estaba siendo muy atento.
Durante el desayuno no dije palabra alguna aún cuando el señor Albert sacó varios temas, quería que supiera que aún estaba enojada por su imposición. Una vez terminamos con el desayuno, esperamos en un pequeño salón mientras preparaban la caleza.
«No sé por qué está aquí, si debería estar preparando la caleza», pensé mientras miraba de soslayo al señor Albert, quien se mantenía junto a uno de los grandes ventanales.
La habitación era bastante amplia con un color plateado y muebles decorados con terciopelo azul. Había varios sillones, sillas y un pianoforte. En el suelo las alfombras cubrían casi todo el mármol del suelo y algunos cuadros colgaban de las paredes. Era un ambiente bastante distinto al que había visto en el palacio, seguía siendo elegante, pero más calmado, sin tantos lujos y destellos dorados.
—Anne —llamó el señor Albert haciendo que mis ojos, que se habían perdido en la profundidad del tapiz dibujado, se volvieran hacia él—¿puedes dejarnos a sola? —añadió.
Anne nos observó a ambos con un deje de duda en sus ojos antes de hacer una reverencia y salir del salón dejándonos a solas.
Una vez solos, el señor Albert se apartó de la ventana para acercarse a mí y sentarse en el sillón junto al mío. Miré en otra dirección a la que él estaba, no tenía intenciones de hablar con él.
—Señorita Evangeline, siento mucho lo que hice ayer —escuchar esas palabras me dejó paralizada. Giré mi cabeza hacia él y abrí los ojos como platos al ver en sus ojos la sinceridad de aquel sentimiento—. Sé que estuve mal en lo que hice, pero no lo hice con una mala intención, solo...solo no quería que se quedará encerrada aquí como si esto fuera una cárcel. No quería que se encerraras aquí, quiero que salga, que disfrute de cada momento, que no tenga miedo a vivir.
Una oleada de ternura invadió mi corazón. El señor Albert era muy bueno conmigo, a pesar de casi ni conocerme, quería todo aquello para mí. Deseé acariciar su mejilla para calmar su angustia, pero controlé mis manos, no era correcto que hiciese aquello.
—Comprendo sus motivos, señor Albert —respondí para calmarlo, porque, tal vez era mi percepción, pero parecía angustiado por haberme ofendido—, pero no debe volver a imponer su voluntad. El profesor dejó claro que no me quería allí y yo no quiero imponer mi presencia a alguien. De hecho, muchas veces me pregunto si soy una imposición para usted o Lord White.
Ya le había impuesto mi presencia a suficientes personas, desde que había nacido lo había sido para mi padre, luego para mi madrastra, siguió el príncipe Alexei y ahora era el turno de Lord White y el señor Albert. Me tenía prometido que no lo sería para nadie más.
—Puedo asegurarle, señorita Evangeline, que usted no es ninguna imposición para mí —respondió con sus ojos fijos en mí, como si quisiera que me quedara muy claro aquellas palabras—. Disfruto de su presencia aquí.
La sonrisa en sus labios y su mirada me dejaron en claro que hablaba en serio, porque si estaba fingiendo, lo hacía demasiado bien. Le devolví la sonrisa mientras sentía como mi pecho se inchaba con un sentimiento que desconocía, pero que me hacía sentir muy bien.
Minutos después tocaron a la puerta y entró un lacayo para avisar que la caleza ya estaba lista. Con mi enojo había olvidado el pequeño detalle de nuestra salida.
De repente sentí el contacto de una mano en la mía. Me sobresalté al sentir aquel tacto tan cálido y al volverme en la dirección del señor Albert, él sostenía con firmeza mi mano entre la suya.
—Todo estará bien —aseguró cuando tuvo toda mi atención.
Sus palabras me dejaron sin aliento. ¿Cómo era que siempre lo sabía? ¿Cómo era posible que siempre supiese cuando necesitaba del apoyo de alguien?
Salimos de la habitación, mientras me sostenía del brazo del señor Albert. El día anterior no había sido tan difícil salir, por qué tenía que serlo en ese instante. Cuando el señor Albert me ofreció su mano la tomé intentando ocultar lo acelerado que estaba mi corazón.
Cuando la caleza comenzó su recorrido comencé a observar el paisaje verde que nos rodeaba para distraerme de mis propios miedos. El olor a hierba fresca llenaba todo el camino a nuestro alrededor, era una esencia agradable, me recordaba cuando me escapaba en las mañanas para dar una vuelta mientras mi madrastra y hermanastras aún dormían.
—La mañana está hermosa —comentó el señor Albert atrayendo mi atención—. No parece que vaya a llover —añadió levantando la cabeza un breve instante antes de devolver la mirada al sendero frente a nosotros.