Evolet

Prólogo.

─Por favor —dijo la mujer apenas con voz. Estaba llorando—. Son los únicos que pueden cuidarla.

Mi padre tomó a la cría de humano torpemente entre sus brazos y miró a la mujer, yo lo podía sentir, apenas sobreviviría la noche, estaba muy débil.

—Majestad —Papá miraba incrédula a la mujer—. No puedo hacer esto. Aquí la vida de vuestra hija peligra.

—Prefiero que viva con los suyos a que muera a causa de esa bestia. No dejen que se aparte de ustedes. Por favor, se los ruego…

—Papá…

Estaba asustada, afuera hacía un ruido espantoso. Mucha gente gritaba con agonía, desesperación, y desde la distancia podía oler el azufre que causaba un fuego amarillo, brillante como el ámbar y mortal como el mismo olor lo anunciaba.

—¿Qué va a ser del reino? Tu esposo ¿Dónde está?

—La bestia está… cegada por la ira —Le estaba empezando a costar trabajo respirar—. Él se quedó en palacio tratando de detenerla… si viene por mí, es porque él no ha podido...

—Podéis quedaros también, Majestad, las cuidaremos…, a ambas.

—No, Sigurd, me quiere a mí… He tocado su sangre por accidente, no hay nada que hacer por mí… sabes que no me queda mucho y no quiero ponerlos en riesgo —Una sonrisa melancólica en su rostro, luego vio a su hija, envuelta en mantas—. Te voy a extrañar, mi pequeña. —Acercó el rostro y puso sus labios en su frente. Se desató un collar de hilo de cuero del que colgaba una joya color negro y lo colocó en el cuello de su hija—. No me recordarás, pero siempre estaremos en tu corazón.

—Roselyne… —Mi padre abrazó a la humana, tratando de que la cría no saliera aplastada—. No te puedes morir… —La voz de papá se quebró.

—Nos veremos en la otra vida, Sigurd… —Separó el abrazó. Me dedicó una sonrisa antes de salir corriendo. El olor a azufre se hizo más fuerte, estaba empezando a marearme.

—Lena, vayámonos de aquí —El cabello plateado de Papá comenzó a brillar y en cuestión de segundos todo su cuerpo sufrió una metamorfosis digna de un dragón adulto. El espíritu de una serpiente color azul cian de largos cabellos plateados, cornamenta afilada y bigotes ondeantes, se abrió paso entre las nubes conmigo en su lomo y el pequeño humano en mis brazos.

—Papá… ¿Qué está pasando? —Pregunte en voz alta, el viento me azotaba en la cara y no podía ver nada más que nubes.

Acaban de matar a los reyes de Hengelbrock —dijo en Dragónico, idioma que entendía perfectamente—, y la reina acaba de darnos uno de sus mayores tesoros, y es nuestro deber cuidar de éste como la ley de Fafner lo dicta.

—Pero es una humana —dije desdeñosa. Miré a la criatura dormir pacíficamente.

Los tesoros no siempre son de Oro y Diamante, hija mía. Recuerda al Gran Dragón Blanco.

Frustrada por su sabiduría, callé.

Llegamos a la guarida. Una cueva en lo alto de una helada montaña, cinco días al Noreste de Hengelbrock. Si bien es sabido que los dragones duermen en lugares cálidos, mi raza, que es descendiente del Dragón Blanco, se siente más cómoda en climas fríos.

Papá sabía que los humanos eran sensibles climas gélidos, así que dedicó los siguientes días a buscar un buen lugar donde la cría pudiese crecer segura. Hizo, pues, un trato con un espíritu que resguardaba un viejo castillo en las faldas Este de la montaña. Ese espíritu se encargaría de cuidarla como una madre, mientras que nosotros solo mantendríamos lejos a aquellos que quisieran lastimarla o llevársela, tarea que no me agradó en absoluto.

Días después de que aquella bestia de raza y nombre desconocido hiciera una masacre en el reino, el hermano de la reina asumió el trono de su hermana mayor y comenzó a gobernar Hengelbrock. Él culpa a los dragones de la muerte de los reyes y desde entonces los caballeros han estado matando a todo aquel que perteneciera a la raza Drakonae. Por suerte mi padre y yo estábamos muy lejos del alcance de los humanos, no corríamos peligro.




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