Evolet

Capítulo 1. La pobre princesa encerrada en la torre.

Roxana.

Sentí escalofríos en mi nuca, esos que advierten que algo malo va a ocurrir. Me asomé por el pilar, con cuidado, no quería ser vista. Ahí estaba el dragón, resoplando sobre el escudo blindado del caballero, que parecía estar decidido a clavarle su espada. El dragón, rabioso de furia, con brillantes ojos ámbar y penetrante mirada, despojó al caballero de su escudo de un mordisco y siendo la espada su único guardián, la blandió varias veces, apenas cortándole unos bigotes al dragón, que furioso, lanzó un rugido que hizo retumbar las paredes.

El caballero no cedió, intentó clavar su mísera espada en el cuello del dragón, pero era tarde; ya estaba lanzando una bocanada fría sobre el cuerpo del hombre.

Entonces, los ojos del dragón se alejaron del cuerpo congelado, y posaron su vista en mí. Sude frío. Me había visto. Lentamente se acercó, gruñendo y mostrando sus fauces, quería moverme, pero nada resultaría, me atraparía de todos modos.

Resopló y me llenó de humo los pulmones, estaba cerca de mí, éste era mi fin, todo acabaría.

 

—¿Qué haces aquí abajo? —regañó. Vi como su cuerpo cambiaba y disminuía de tamaño; Sigurd estaba frente a mí. Era un hombre de cabellos plateados y tez caucásica. Tenía ese tipo de bigote que es grueso debajo de la nariz y delgado en la punta y pocas veces veía sus colmillos a causa de la maraña que tiene como barba. Ojos oliva, bastante bonitos. Nunca le he visto signos de vejez a pesar de su edad y de que su frente creaba varios pliegues cuando levantaba las cejas; era como si su cuerpo se hubiese quedado en sus cuarenta o treinta años… aunque tenía ciento cincuenta y dos.

—Estaba aburrida —repliqué.

—Sabes que no debes estar aquí ¿Qué hubiera pasado si te hubiesen visto?

—Lo siento, pero no tengo nada que hacer.

—Puedes ir al granero si tan aburrida estás. Siempre hay que hacer allá.

—Estamos a inicios de invierno, Sigurd, los animales están durmiendo a esta hora.

—No te quejes, entonces.

—Pero Sigurd, llevo días aquí encerrada… bueno, toda mi vida, pero ha pasado tiempo desde que salí del castillo a dar un paseo en Natch.

Sigurd me vio severo, sus gruesas cejas se fruncieron un poco. Él sabía que yo tenía razón. Suspiró y me dio la espalda.

—Dile a Plata que te dé una máscara. Si este osado caballero se atrevió a entrar, es probable que haya más afuera. No vayas a…

—Hablar con extraños, entretenerme en el bosque, acercarme al pueblo ni mucho menos llegar después del atardecer —recité—. ¿Ya me puedo ir?

Algo molesto por haber sido interrumpido, asintió y se volvió hacia el cuerpo congelado que yacía en el salón.

No esperé más y salí al granero, que era más bien como una cabaña para proteger a los animales. Me gustaba estar mucho tiempo ahí, muchas veces otros espíritus entraban para platicar, también faunos o había hadas que disfrutaban hacer travesuras; como mover las cosas de lugar, pintarle las astas a los renos o simplemente comerse los quesos.

Busqué a Plata, sabía perfectamente dónde estaba: con los renos.

 

—Buenas tardes, Plata —Saludé. Ella desatendió el cepillado del reno y volteó a verme.

 

A decir verdad nunca le he visto el rostro; siempre lleva una peluda máscara de zorro blanco de nariz negra que le cubre hasta el labio superior, dejando ver únicamente sus labios rosas y una quijada bien definida. Siempre lleva puesto un kimono azul (o blanco en algunas ocasiones) y nunca la he visto usar zapatos. Tiene el cabello negro y muy largo, tanto así que a veces lo pisa. Y su voz puede ir de una hermosa melodía a un estruendo chirrido cuando está molesta.

 

—Buenas tardes, querida. ¿Qué sucede?

—Sigurd… me ha dado permiso de ir a dar un paseo… —Apenas podía ver sus ojos, pero sé que los entornó para buscar un atisbo de mentira.

—El Señor ha estado bastante amigable estos días —apuntó.




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