Sigurd.
Dicen que los accidentes no existen, que no son cosas del destino, que, inconscientemente, todo lo planeamos.
A pesar de ello, nunca pensé en caer en un castillo, no planeé toparme con una humana y mucho menos planeé que ella me hablara.
─¿Quién eres? ─Preguntaste con una voz demasiado chillona y molesta.
No te contesté, aunque esa respuesta no fue suficiente para ti.
─¿Estás herido? Caíste de muy alto ─Tus piernas de rama te acercaron a mí.
─Estaré bien, niña de las preguntas. Y será mejor que te alejes de mí ─advertí.
─¿Por qué?
─Si tocas mi sangre, serás envenenada y morirás ─Retrocediste. Aun así me mirabas con curiosidad mientras yo trataba de curarme.
─¿Eres un dragón?
─Sí.
─¿Vas a comerme?
─No.
─Sé que soy delgada y muy poco jugosa pero si fuese diferente ¿Me comerías?
─Por supuesto que no ─que molesta eras─ ¿Por qué lo haría? los humanos son muy amargos.
Tus juguetones ojos se fruncieron.
─¿Por qué me llamaste “Niña de las preguntas”?
─Porque para los mágicos, no importa cuánto trates de aparentar, siempre darás la misma primera impresión a todos, y por lo mismo serás nombrada.
─Entonces… Tú serás “El niño de las pocas palabras”
─Muy acertada, jovencita. Eres buena en esto ─Mis heridas se curaron, me puse de pie.
─¿Ya te vas?
─Debo ir a Ataraxia, pequeña, mi esposa está esperándome.
─¿Tendrás cuidado?
─Por supuesto.
─Espero que nos veamos pronto.
─No te acerques de nuevo a un dragón herido, niña.
─Me llamo Roselyne.
─En ese caso, nos veremos después, Princesa Roselyne, niña de las preguntas.
Mi viaje a Ataraxia fue fructífero luego de reencontrarme con la dragona más hermosa de todas, la más brillante, la más amorosa. Mi querida Lana, su simple presencia me hizo olvidar mi encuentro Roselyne y no fue hasta un año después, cuando volví a pasar por el Palacio de Hengelbrock, que volví a verte.
─¿No estás herido en esta ocasión? ─No habías cambiado nada, aún eras una cotilla, pero tu esencia era un poco más madura que antes.
─No. Me dio curiosidad pasar a ver a la heredera de Hengelbrock.
─¿Por qué?
─Los humanos huyen cuando me ven. Tu curiosidad es inusual.
─Estoy acostumbrada a ver dragones, eso es todo. A mis padres les gustan los dragones y a mi también, son seres magníficos.
Tu excusa fue atípica, ningún humano se ha acercado a los dragones solo por admiración. Fui yo el curioso en esa ocasión, así que volví el otoño siguiente y el siguiente y el siguiente de ese. Cada vez te volvías más grande, embarnecías rápidamente y tus dudas cada vez eran más continuas. Lana dijo que eras entrometida cuando te conoció y pese a ello se volvieron muy buenas amigas a lo igual que yo. Los tres nos cuestionábamos todo en nuestras reuniones anuales; Lana y yo aprendimos de ti y tú de nosotros.
Eras una heredara digna del trono que tus padres te dejaron el día de su muerte, y pese a ello, te mantenías solitaria, si no éramos nosotros, te encerrabas en esa jaula de piedra pulida y puertas de cedro que llamas Palacio.
Recuerdo que nuestro último recuerdo fue en primavera.
─¿Cuándo volverás?
─No lo sé, Joven Reina, la incubación de un huevo puede tardar bastante, además, mi esposa y yo debemos estar alerta todo el tiempo. Venir sería peligroso para el huevo y para nosotros ─Suspiraste con tristeza.
─Muchas felicidades, Sigurd ─Nunca perdías el porte de una Reina, ni siquiera cuando me abrazabas─ Espero que tu hijo venga a verme también ─Tu sonrisa era falsa, te conocía bien como para notarlo.
─¿Qué tienes?
─Nada, Sigurd, nada.
─Hay algo, Ros. No me engañes ─Tu mirada tenía más dudas de las normales.
─Voy a casarme, Sigurd.
─Enhorabuena, mi niña de las preguntas ¿Quién es el afortunado? ─No contestaste.
─Cuando tu hijo nazca, vengan a verme. Se los presentaré.
─Por supuesto que sí.
Juré volver. Pero los humanos se volvieron agresivos con nosotros de pronto y me tomó tiempo regresar al palacio, tres largos años pasaron hasta que mi hija y yo volvimos a Hengelbrock; estaba ansioso de conocer a tu marido.
Pero a quién conocí... fue a tu hija.