Evolución prohibida

Cuando la rutina se rompió

—Esta semana fue difícil, la verdad… Ya no resisto más. —dijo Yuji en voz baja con la voz rota, recostado en la cama mientras se refregaba los ojos. —yo ya no aguanto más…

Sonó una alarma de su celular, era un recordatorio para tomar su pastilla diaria. El ser algo rutinario no tardó en buscar la pastilla dentro de la mesa de luz. Teniéndola en la mano se quedó mirándola con dudas sobre si ingerirla o no. Extendió su mano con intención de guardarla, pero se arrepintió y la tomó.

—Cielos… Nunca me atrevo a no tomarla. Me metieron tanto miedo que no me animo a omitir siquiera uno. Soy tan patético. —reía sin gracia, como una risa dolorosa.

Se puso de pie y se vistió para comenzar su rutina de todos los días. Con lentitud se dirigía a tomar sus pertenencias; incluyendo, sin excepción alguna, sus pastillas. La habitación estaba hecho un desastre, y así iba a continuar por el resto de los días. El resto de la casa también se encontraba igual. Vivía en un departamento, en la tercera planta, al bajar se cruzó con su vecina, Leia; iba a último año de la preparatoria, con dieciocho ya cumplidos.

Ella siempre tenía el mismo hábito cada que se cruzaba con él: sonreírle y hacerle notar sus cualidades físicas con movimientos, y contactos fuera de lugar; aunque le atraía y sabía que terminaba la preparatoria, las normas sociales entre sectores veían mal que alguien de veintitrés saliera con alguien que aún iba a la preparatoria, por lo que hacía lo posible para no caer en la tentación.

—Oh, vamos… —lo sostuvo de la mano. —sal conmigo en una cita, nadie se enterará. Además, con mis dotes femeninos paso desapercibida. No digas que no los notaste.

—Sí lo hice… —expulsó una risa fallida, mirando sus pechos casi babeando.

Leia de a poco iba acercando la mano a su pecho. De inmediato se percató y alejó la mano.

—¿Ves? Te atraigo… Ya soy toda una mujer. —hizo un puchero molesta.

—Lo siento, debo cumplir las leyes sociales.

—Pero en nuestro sector casi nadie las respeta, ¿Por qué tú sí?

—Es porque no soy como el resto. Nos vemos, y presta atención en clases. —dijo lo último yéndose apresurado con la intención de no ser alcanzado.

—¡No me rendiré! —gritó desde las escaleras.

—Si cambiaran el prejuicio, te aseguro que iré contigo. —murmuró.

Suplicaba que estuviera su bicicleta en el estacionamiento público. La bicicleta no se encontraba y su mundo cayó en pedazos, hasta que apareció un hombre con ella: era el guardia que pagaban entre todos los inquilinos.

—Cielos… Casi me da un infarto.

—Una disculpa, anoche intentaron llevársela e hice todo lo posible. Y como sabía que podía suceder de nuevo, la guardé en mi cubículo.

—Muchas gracias, de verdad.

—¿Te retrasó de nuevo la estudiante del ciento nueve? —reía con simpatía.

—No se rinde.

—Niño, no eres tan mayor, dale una oportunidad. —susurrando añadió: —nadie lo sabrá, y yo no diré nada.

—¿Tú también, anciano? Sal usted con ella, entonces.

—No digas tonterías, sabes que eso sí es completamente imposible. Pero si tuviera tu edad… Ya es otro tema.

—No lo sé. —miró a las escaleras por notar un movimiento. —mierda, es ella.

—¿¡Me estás esperando!? ¡Sabía que saldrías conmigo!

El guardia lo miró con picardía, suficiente para convencerlo en esperarla. En el camino se arrepentía, pero al mirarla hacía que eso desapareciera; terminando en un bucle. Sentía que las personas no dejaban de mirarlos.

—Noto que me miras mucho, ¿Qué pasa?

—Dime, ¿Por qué te intereso? Sabes que sufro de cierto síndrome y no tengo el aspecto como los modelos de esos carteles. Las chicas de tu edad están obsesionadas con ellos. Y tú tienes oportunidad.

—No lo sé…

—¿Cómo que no lo sabes? Se supone que tienes que saberlo.

—Pues en mi caso no es así, no sabría explicarlo, sólo sé que me gustas demasiado desde que te mudaste al edificio. No digo que estoy loca por ti y que no me atraigan otros chicos, pero… Tú eres diferente.

—Ya veo… Llegamos a tu escuela. Entra y haz tu mejor esfuerzo.

—Tú también. —le besó rosando sus labios con rapidez. Sonriendo, entró.

—Mocosa de… —las personas se le quedaron viendo y se fue rápido montando su bicicleta.

Miraba atrás, pero ya todos estaban en lo suyo, dejándolo pensando en eso. Miró su reloj y se percató que llegaba tarde, así que comenzó a mover las piernas lo más rápido que podía. Sentía que sus músculos se atrofiaban, era su condición hablando, sin embargo, continuaba por más doloroso que se le hacía.

Su trabajo era en una tienda de veinticuatro horas, dejó la bicicleta en el aparcamiento para la misma, con el bloqueo que funcionaba con la tarjeta de microcrédito. Se dirigió directo a la sala de empleados mientras su compañera le gritaba.

—Lo siento, de verdad. Es que alguien me retrasó. —dijo acercándose.




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