Taos no era una ciudad. Tampoco era una base o incluso una avanzada. Era un radio de diez millas cuadradas de estructuras rotas, unidas en una triste y patética excusa radio de arena en las afueras. Uno de los últimos lugares de todos los más bajos que era demasiado pobre para pasar o muy peligroso para molestarse en intentarlo. Estaba lleno de asesinos, fugitivos,ex convictos, drogadictos, narcotraficantes, borrachos, prostitutas...En fin, cualquier individuo que no tenía dónde caer era bienvenido.
Porque cuando terminabas en Taos, realmente habías golpeado el fondo del barril. No había muchos lugares peores en el que una persona podría terminar. Claro, podías encontrar tu camino hacia los túneles, pero en dado caso de que no lo hicieras, entonces ten cuidado, porque nunca encontrarás el camino de regreso, pero realmente eso, al final, fue una elección. Esta era la repisa metafórica antes del salto suicida. Era un lugar vil, malvado y roto. Te masticaba y te escupía solo porque podía.
Y esa fue la razón por la cual a Evory le encantó estar aquí.
El hedor apestoso de "La Colonia" que fluía justo al otro lado de las crestas rojas de arena, los fuertes y repugnantes sonidos de lucha y gritos de muerte llenaban las calles. La sangre que se agrupaba en ellas. Todo fue suficiente para volver loco a cualquiera.
Así que ningún alma dijo nada.
Ni siquiera ese maldito Opositor, el Elemental salvador de todos aquellos que pedían a gritos misericordia bajo los efectos de la Afección, el cual quiso que tanto humanos, elementales y psionics lograran convivir en armonía, aquel sujeto que logró salvar a todos y destruyó a los Luderauxs, Lorcan Duvont.
Incluso ese tonto era lo suficientemente inteligente como para saber que, la aldea de Taos, no era algo que él podría domesticar. La única forma en que alguna vez tendría la oportunidad de frenar esta ciudad inmunda y hueca sería si la voló de la faz de la tierra. Y eso era algo que nunca haría. Él era demasiado bueno.
Pasando por la entrada, el sol todavía estaba alto en el cielo del desierto cuando las puertas se cerraron de golpe detrás de ella. Todavía era un poco temprano para tomar una copa, incluso en un lugar como este, por lo que el bar estaba relativamente vacío. Cuando llegó a la barra en la parte posterior del edificio oscuro, maloliente y sucia, se apoyó en el polvo y la superficie cubierta de arena, su pálida piel se veía fuera de lugar junto a los vasos sucios que limpiaba el hombre de color detrás de la barra.
—Es temprano para que estés cerca ¿verdad, Evory?
La chica sonrió.
—¿Qué? ¿No estás feliz de verme, Ron?
Él bufó.
—Cuando te levantas antes que la misma luna, no traes más que problemas.
—Me conoces muy bien, ¿verdad?
—Desafortunadamente lo hago— Él se rió por un momento, luego levantó esos orbes rojizos para sostener aquellos lentes versace que guardaban dos agujeros negros estrellados—Entonces me lleva a preguntar, ¿qué estás haciendo aquí?
Girando alrededor, la mujer lanzó una mirada alrededor de la habitación, no se sentía cómoda. Era lo mismo que había sido. Durante los últimos seis 6 años. Nada ha cambiado. Parte de eso era reconfortante, supuso.
Sus dedos se movieron nerviosamente mientras su cabeza perturbada luchaba contra las cosas que ella había encerrado hace mucho tiempo. Ella había estado sentada demasiado tiempo y una vez más se sintió como si estuviera enjaulada. Necesitaba recordarse a sí misma que era libre de Reyaz Saegrain.
Libre.
Podía hacer lo que quisiera cuando quisiera. Solo que no había nada en esta destrozada aldea que exigiera su atención. No hubo nada emocionante y eso estaba a punto de hacer que la mujer matara a toda la población solo para tener algo que hacer.
Eso o arriesgarse a tener que buscar un nuevo y maravilloso lugar para llamarlo hogar. Que sería más trabajo de lo que valía, no tenía ningún deseo de irse a las tierras domesticadas y tener que "comportarse" el tiempo suficiente para no tener a los Gryder respirándole en el cuello.
Volviéndose para mirar a Ron, Evory le dio una media sonrisa.
—Voy a dar un paseo.
El escualido hombre afroamericano de aspecto enfermo le ofreció otro bufido mientras se giraba y volvía a limpiar sus vasos.
—Haz lo que te haga feliz, Evory.
—Oh créeme, tengo esa intención. — Le aseguró antes de equilibrarse sobre sus pies, empujando el mostrador, y luego golpeándolo en la frente, entonces aquellos delicados dedos, en segundos fueron tan filosos como cuchillas que atravesaban la piel. Ron sacudió la cabeza y se echó hacia atrás, sin miedo, solo molesto.