Amred vivía en una burbuja rosa.
Hasta que el destino hizo acto de presencia y, cual un alfiler, la explotó sin piedad alguna.
Para Amred esto implicó un cataclismo.
Todo lo que ella antes conocía, en lo que creía... su rutina, su identidad; todo dejó de existir.
Al menos eso fue lo que sintió: que había perdido su vida.
Pero, con el correr del viento y las estaciones, Amred se dio cuenta de que nunca tuvo una.
Nunca tuvo una vida.
Todo era parte del cuento de hadas en el que creyó existir.
Pero eso solo era parte de su cabeza.
Porque, muy cerca de esa circunferencia mágica, había un mundo.
Un mundo que, al igual que Amred, era real.
Tan real como el suspiro que escapó de sus labios en ese momento, y como la ráfaga de aire gélido que mandó a las cortas hebras de cabello que poseía a volar.
Amred sintió un escalofrío recorrerle desde la espina dorsal.
En ese momento, tuvo frío.
Se quedó errática.
Ciertamente, no era la primera vez que sentía la sensación helada golpearle el cuerpo.
Pero si la primera en que no tenía quien le prestase su chaqueta.
Era esto lo que Amred más temía: sentirse sola. Y friolenta.
Pero Amred sabía que su cuerpo pronto se adaptaría al clima.
No su mente.
En ese momento, Amred creyó que nunca lograría acostumbrarse a estar sin él.
Se frotó las palmas para intentar entrar en calor, y lo hizo durante todo el camino hasta su casa.
Al llegar, fue recibida por una persona que no era su madre.
Tendría que adaptarse a eso también, a vivir sin ella.
El hombre le sonrió con calidez, la que a ella le faltaba, y besó su frente con amor.
Le reconfortaba tenerlo.
Subió después a la habitación rosa, la más grande de esa casa, y al llegar se tiró de golpe en su cama.
Al menos eso seguía intacto, el amor de su papá y la comodidad de su cama.
Revisó el celular, y ahí se topó con la última cosa que había cambiado.
O eso pensó Amred, porque aún no había vivido el día siguiente, cuando le entregaron la boleta de calificaciones y un gran rojo aparecía en ella.
Se sintió miserable.
Continuaba aún resguardada en una capa de tela débil cuando los días siguieron corriendo, y corriendo, y corriendo, hasta que llegó uno en el que todo cambió.
Estaba Amred caminando por la avenida que llegaba hasta su casa, cuando presenció un suceso inolvidable.
Frente a sus ojos podía observar a una pequeña niñita vestida en harapos.
Correteaba por las calles, sin zapatos, cuando el sol del medio día estaba en su puesto de gloria, detrás de otro pequeño.
Y ellos llevaban algo que Amred admiró: una sonrisa de oreja a oreja.
Supo Amred entonces en qué lugar estaba.
En ese momento, en ese ahora, estaba viviendo la realidad.
Estaba afuera, en el mundo.
Un mundo en el que esos niños existían.
«Existes. Tú también existes» se dijo Amred.
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Editado: 04.09.2020