Las selvas del Cretácico eran un concierto de rugidos, zumbidos y movimiento salvaje. La vida florecía con brutal majestuosidad. En un claro abierto, un enorme Tyrannosaurus rex desgarraba la carne de su presa, mientras un grupo de Triceratops pastaba en la distancia, ajenos a la tragedia del universo que se acercaba.
Y entonces, el cielo… cambió.
No fue un relámpago. Ni una tormenta. Fue algo más antiguo que la propia Tierra.
Una grieta luminosa cruzó la atmósfera, seguida por un estruendo que hizo temblar hasta las montañas más lejanas. A través del firmamento, una gigantesca estructura descendía envuelta en fuego. No tenía forma de roca. Era lisa, simétrica… artificial.
Desde el interior de la nave, Aelion ajustaba los controles de descenso.
Sus dedos temblaban, no de miedo, sino de dolor. Cada segundo de ese aterrizaje forzado era una herida abierta: un recordatorio de lo que habían perdido.
—Módulo de dispersión listo. —informó Naïra, detrás de él—. El núcleo de conservación genética está estable.
—Entonces hazlo —ordenó él—. Que nuestra caída no sea el final… sino el comienzo.
La nave, al rozar la atmósfera, liberó un enjambre de cápsulas invisibles a los sentidos primitivos de la Tierra. Semillas. Fragmentos de conocimiento y código genético. Algunas fueron destruidas. Otras cayeron al mar. Pero una… una de ellas… penetró profundamente en el corazón del planeta, donde la vida mutaría para siempre.