Supuse, ante el silencio de la voz, que debía pasar por allí. Primero asomé la cabeza y vi un inmenso espacio lleno de estanterías rebosantes de libros desde el suelo al techo y las paredes; se colocaban en vertical u horizontal a su antojo. Puse un pie en el suelo de madera y luego el otro. La grieta se cerró detrás de mí. Anduve hasta una pared y sentí que de algún modo me atraía.
Toqué la pared y sentí como si me elevará y luego me cállese al suelo. Las estanterías que habían pegadas a las paredes en horizontal, rompiendo toda razón lógica, habían cambiado de posición; sin embargo, fijándome mejor descubrí que era yo el que había cambiado de lugar, ahora yo era quien me encontraba en la pared, tumbado como si fuera un suelo y desde mi nueva perspectiva esas estanterías que antes rompían la lógica ahora estaban en la posición correcta.
Me levanté y podía caminar hasta el antiguo techo que había tomado la posición de la pared y repetir lo mismo. Esta vez, como ya lo sabía, coloqué un pie en la pared y yo quedé en pie en lo que mucho antes era el techo y se convirtió al pisar en suelo para mí. Todo era muy confuso. Desconocía cómo funcionaba, pero estaba seguro de que me acostumbraría.
Poseía un sinfín de conocimientos en innumerables estanterías de libros de fibra sintética y en perfecto estado. Desde ese momento me pasaba horas y horas leyendo sobre todo lo que existía en el universo, al menos los libros que podía entender en mi lengua; que descubrí precisamente gracias a uno de ellos que se trataba de un idioma casi extinto, el japonés. Si de verdad era tan extraño encontrarlo supuse que los libros que podía leer habían sido convenientemente traducidos para que pudiera hacerlo, controlando de ese modo lo que podía estudiar y lo que no.
Desconocía para qué me enseñarían una lengua que casi nadie hablaba, quizá querían que estuviera lo más incomunicado posible o quizá eran imaginaciones mías y existían otros motivos.
A veces se me olvidaba comer cuando me introducía en las letras y tenían que recordármelo para que regresase al cuarto por la grieta, siempre precedida por el rugido que escuché la primera vez que se abrió una.
Las semanas siguientes fui aprendiendo, gracias a los libros y lecciones que me daba la misteriosa voz a aplicar la física, la química, la microbiología, el lenguaje, las matemáticas, la filosofía, el arte; tocaba todos los campos, claro que algunos se me daban mucho peor que otros. Un ejemplo sería el arte, no era capaz de dibujar sin parecer carente de pulso. En el resto de materias daba pasos agigantados. Tanto que en pocos meses ya sabía resolver ecuaciones complejas y problemas de mayor grado. Claro que sin nada sobre lo que aplicar los cálculos no me servían de mucho.
Con la química aprendía a aplicar en la teoría formulas extravagantes, aunque deseaba poder ponerlas a prueba en un laboratorio donde estudiar las reacciones. Y la biotecnología me permitía estudiar el ADN, como funcionaba los procesos de mi propio cuerpo y de algunos otros seres del universo más allá de mi alcance. No eran las únicas materias de las que aprendí, pero aquellas eran las que más me fascinaban.
Estuve meses aprendiendo todo lo que tenía a mano hasta que se terminaron las estanterías donde rebuscar. Necesitaba aprender algo nuevo.
Busqué alguna zona inexplorada de aquella biblioteca aparentemente infinita. Me alejé de las estanterías que ya tenía vistas y encontré, tras horas de búsqueda, una zona que no conocía. Estaba acristalada y dentro había estanterías de vidrio con libros amarillentos y carcomidos. Eran de un material que no había visto hasta ese momento: papel. Parecían ser tan antiguos que solo podía desear tocarlos para escrudiñar sus memorias. Sin embargo, el cristal me impedía acceder a ellos. Tan solo podía observarlos desde fuera. Uno de aquellos libros, para mi suerte, estaba abierto, como si lo hubieran colocado para exponer sus secretos. Pegué las manos a la cristalera, mi respiración dejó una mancha de vapor que limpié con la mano para ver mejor las páginas.
No entendía la lengua en la que estaba escrito, pero sí las imágenes que lo decoraban: eran seres similares a mí, pero con características distintas: rubios o morenos, bajos o altos, de ojos grandes o pequeños. Nadie se parecía a mí y, no obstante, sabía que pertenecía a su especie. Hacían diversas actividades como cocinar con utensilios rudimentarios los más apetecibles pasteles, correr por paisajes montañosos u oceánicos, incluso desiertos, dar vueltas sobre sí mismos acompañados de quienes tocaban instrumentos nunca antes conocidos por mí.
Habiendo visto cada fotografía fui buscando por la zona algún otro libro en exposición y encontré lo que parecía ser un mapa de un lugar llamado Terra o Teriera o Tierra. Me costaba saber cómo se pronunciaba. Lo importante, lo que me llamó más la atención fue su gran tamaño. Aquel mapa era solo una muestra de la grandeza de un planeta cubierto de un manto de agua y tierra verde.
Desbordaba color, a diferencia de los espejos insulsos que me observaban dormir cada noche, y su tamaño, tal y como me fijé en la escala, era una mera representación diminuta de lo que realmente era. Estaba seguro de que mi cuarto era apenas una mota de polvo en comparación. El mundo que conocía me asfixiaba, después de todo eran cuatro paredes y una biblioteca, quería expandirlo y qué mejor lugar que la tal llamada Tierra donde podría explorar y compartir todos mis conocimientos con otros seres como yo. Ya no estaría solo.
Busqué algunas coordenadas que me permitieran saber su paradero, pero no había pista alguna. Su misterio me enamoró mucho más.
Estaba tan cansado que me dormí en el suelo y no escuché ni el rugido que me devolvería a mi diminuto cuarto. Soñé que volaba lejos, fuera de los límites de mi mundo conocido. Sin embargo, más allá no había nada, salvo la Tierra flotando en el vacío y aunque intentase alcanzarlo se alejaba más de mí hasta desaparecer y solo veía mi reflejo una vez más repitiéndose hasta el infinito y este sonreía, se burlaba de mí… Y entonces escuché un nuevo rugido desgarrando el aire. Desperté.