Exohumano

Capítulo 5. El templo del Uno.

En aquel lugar desconocido el tiempo era húmedo y fresco, el ideal para que prosperará el musgo que cubría todo el suelo. Los árboles eran altos y se curvaban a mitad de sus rugosos troncos, como si se trataran de arcos y por debajo de sus ramas colgaban las delgadas hojas de una mezcla uniforme de morado y azul.

Escuché un trueno y entonces se precipitó una gran tormenta empujada por el viento. Busqué un lugar para protegernos de la lluvia, encontré la entrada de una cueva y allí nos adentramos. Dejé a la mujer en el suelo con cuidado. Encendí la linterna para comprobar si algo nos acompañaba allí dentro, pero estaba todo en silencio. De hecho, no había escuchado ningún ruido en el bosque aparte del trueno. Lo cual no sabía si era motivo para alegrarme o preocuparme.

Aunque hubiera vegetación, había que ser precavido a la hora de decidir si desactivar o no el casco, podría haber gases nocivos a los que ellas estuviesen adaptadas y nosotros no. Había que tener en cuenta también si la especie de árboles emitía alguna sustancia irritante o maloliente. Me fije en la calidad del aire que indicaba la pantalla de mi traje: marcaba un 18 % de oxígeno, 61 % de nitrógeno y un pequeño porcentaje de varios gases como el xenón o el dióxido de carbono. No había rastro de esporas o partículas que pudieran dañarnos. Eran unas condiciones similares a la Tierra por lo que deduje que podría desactivar el casco y así hice.

Otro trueno resonó, esta vez acompañado del eco de la cueva y con ello despertó mi clon que se asustó y se alejó de mí a gatas.

—No temas, soy como tú —dije vocalizando con cuidado cada palabra.

Ella balbuceaba sonidos incoherentes y se echó a llorar. Estaba muy asustada. Intentaba quitarse el casco escurriendo sus manos por encima de él. Le ayudé pulsando la pantalla táctil de su traje. Ella respiraba acelerada, mirando en todas direcciones y cubriéndose los oídos ante los ruidos de las gotas precipitando y los truenos.

La bestia acercó su hocico metálico a la mano de ella, olfateándola. La mujer acarició al animal y se tranquilizó, es más, hasta se echó a reír como una niña. Me parecía divertido escucharla reír de ese modo, era contagioso. Ella se detuvo cuando yo empecé a reír y al rato ella continúo riendo, esta vez de mi risa. Ni siquiera sé de qué me reía en realidad. Era la primera vez que lo hacía y aunque no me entendiera se lo agradecí. Nunca había experimentado aquella sensación tan agradable en el cuarto ni en la biblioteca ni en el laboratorio. Aquello me hizo sentir como si cada tensión de mi cuerpo se relajara.

La ayudé a levantarse del suelo y la enseñé a dar sus primeros pasos. Se le tambaleaban las rodillas, pero no la soltaría. Yo era como el hermano mayor que cuida de su hermanita pequeña. Sí, podíamos ser hermanos, sería una manera sencilla de explicarle todo a la mujer para el día que aprenda mi lengua. Además, no la podía ver de otro modo; realmente para mí era esa hermanita pequeña y debía enseñarle todo lo que sabía.

Paso a paso, buscando alguna civilización o comida o agua que llevarnos a la boca, nos adentramos a una nueva zona del bosque donde nuestras pisadas ya no eran acolchadas por el musgo sino pegajosas por el barro del suelo.

La chica sentía curiosidad por todo, saltaba en los charcos turbios, pisoteaba las hojas caídas y no cesaba de corretear como una cría. Yo la regañé más de una vez, pero cuando lo hacia ella se quedaba mirándome en silencio y al rato continuaba como si por un segundo hubiera intentado prestarme atención, pero al no entender nada siguiera en su empeño de tocarlo todo.

Parecía que a los árboles les habían arrancado sus colores y para colmo la niebla añadía una capa más de gris al ya de por sí bosque cenizo. Me daba la sensación de dar vueltas en círculos.

Intenté orientarme y para ello recogí muchas piedras y fui dejándolas formando un caminito detrás de nosotros. Quería comprobar si mi teoría de que andábamos en círculos era cierta. La chica me imitaba como si se tratase de una competición sobre quién hacia el camino más largo. Ella colocaba una piedra detrás de otra mientras tarareaba una melodía inventada. Yo me preocupaba mientras de encontrar algún dónde descansar o poder beber algo, ya llevábamos unas horas sin encontrar nada y se me estaba secando los labios. Ella se humedecía los labios con la lengua; estaba tan sedienta como yo.

El casladia me perseguía como si yo fuera su dueño, sin duda aquellos animales eran muy leales y dóciles o puede que me considerará un compañero de fuga. No se podía contener un poder como el suyo en un laboratorio de pruebas.

Se podía degustar una atmosfera amarga y húmeda. Mi teoría era que se debía a los aromas que liberaban los microorganismos que vivían en el suelo. Al tiempo que yo pensaba en las reacciones que se podían producir , mi compañera disfrutaba de tocar el barro y lanzar bolas al aire que caían sobre su traje, pero este enseguida borraba las manchas quedando impoluto.

A ella le gruñían las tripas y esto condujo a que se metiera una bola de barro en la boca. No tuve tiempo de reaccionar para impedírselo, no me esperaba que hiciera eso. Ella misma escupió con una mueca de asco.

Sacó la lengua y se la limpió con la mano. Echó a correr para comerse hojas, bichos pequeños y hasta cortezas de árbol. La perseguí para detenerla de su peligrosa impulsividad.

Era como cuidar de un bebé, uno que corría con más vitalidad que yo. La alcancé cuando recogió una masa blanda y amarillenta entre sus manos y la lamió como a un helado de limón.




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