Exohumano

Capítulo 6. Zero.

Desperté escuchando la lluvia. Tenía los parpados medio caídos y la vista borrosa. Un trueno terminó por despejarme, me sobresalté en el sitio. Entonces escuché la risita de mi hermana, que de seguro me había visto asustarme, estaba sentada en el suelo comiendo más de esa gelatina mugrosa. Me ofreció un poco, pero me negué a comerla. No tenía hambre.

Yariat debió escuchar mi negativa porque se entrometió alegando que si no comía me pondría enfermo. No quería discutir, seguro que no me dejaría hasta que tomase algo, y para dejarle satisfecho me tomé la mitad, el resto la tiré de abono para la tierra. El suelo burbujeaba al contacto con la gelatina. Me quedé ensimismado observando la reacción, pudiera deberse al pH del suelo o a alguna reacción de las bacterias que lo habitaban, fuera lo que fuera, no estaba seguro de si aquello era normal dónde me encontraba.

Aquel día decidí buscar algo mejor para comer, tuve que alejarme unos cuantos kilómetros para encontrar algo de fruta en unos arbustos, lejos de la niebla. Al descubrir una nueva fuente de comida me dediqué a viajar cada día para traer algo de comida al templo y por el camino, ya que mi hermana me acompañaba, le enseñaba a hablar. Le indicaba con el dedo las cosas a nuestro alrededor y le decía como se llamaban. Poco a poco aprendió palabras y conceptos básicos, aspiraba todo como una esponja en un charco. Sin embargo, todavía no era capaz de formar oraciones.

Entre tanto, Yariat nos enseñaba más de su religión. Cada mañana separaba todos sus segmentos y el que iba siempre a la cabeza contaba historias entorno a la figura del Uno. No pude evitar preguntarle porque creía en él. A lo cual respondió:

—Porque el Uno es el único quien puede dar sentido a nuestra existencia. Él nos creó; a ti, a nosotros, todo.

—Yo no quiero pensar que me crearon.

—¿Qué tiene de malo tener un creador?

Para responder a la pregunta no pensé en el Uno, ni siquiera en un dios cualquiera, pensé en mi profesor, en como aseguraba que yo vivía gracias a él. No había pedido existir y aun así me lo reprochaba, cuando en realidad yo no decidí nada. Entonces, teniendo en mente a mi profesor, expliqué mi punto de vista:

—Qué no eres libre. Que te dieron un propósito sin preguntarte antes si lo deseabas o no. Que otro ha decidido por ti lo que eres y lo que vas a ser. Que tus decisiones serán juzgadas hagas lo que hagas. No veo ni una sola cosa buena en ello.

—No debes pensar así. El Uno da esperanza a quién no la tiene, nos asegura que tenemos un sentido en la vida y que cuando nos toque morir tendremos un lugar donde ir. Él nos protege y cuida, sobre todo si estás perdido como tú lo estás. ¿O acaso sabes exactamente dónde ir?

—La verdad es que no sé hacia dónde dirigirme, quiero ir a la Tierra y no sé dónde queda eso. Es muy confuso para mí; tantos planos de la realidad, mundos sin un guía, con una mujer que apenas me comprende, sin recuerdos…

—El uno puede ser tu guía, si lo aceptas y le escuchas —afirmó y me entregó un trozo de gelatina—. Esa comida que traes del bosque no da suficiente energía, es mejor tomar de esto.

No se apartó de mi lado hasta verme tragarlo, hice el esfuerzo y lo engullí de una. Esta vez me sabía diferente, más dulce y me apetecía tomar más, tanto que incluso repetí ración. Mi hermana se quedó boquiabierta al verme. Me agarró de la mano y tirando de mí me quería llevar al bosque. Yo me negué. No necesitaba viajar de nuevo para conseguir comida. Ella terminó yéndose sola mientras yo me quedaba a seguir escuchando las historias sobre el Uno.

Pasé días alimentándome solo de gelatina. En cambio, mi hermana continuaba comiendo fruta que buscaba en el bosque y me ofrecía de vez en cuando, pero terminó por dejar de ofrecerme porque yo me negaba todo el rato. Me sentía ligero y tranquilo. Poco a poco se me emborronaba la vista y mi deseo de viajar a la Tierra se había nublado.

Una mañana, mientras escuchaba las historias que contaba Yariat, mi hermana interrumpió corriendo hacia mí y entregándome una pirámide de metal que cabía en la palma de su mano.

—Encontrado esto —dijo con su primitiva forma de hablar.

—No molestes —respondí con calma.

—Pero…

—Estoy escuchando como el Uno creó los agujeros negros, no tengo tiempo para escucharte a ti.

Ella no se rendía para llamar mi atención, tocó la pirámide y emergió de esta un holograma verdoso de un gran mapa del universo. Mi hermana tocaba el mapa con el dedo y la imagen se acercaba y si pulsaba dos veces cambiaba de plano de la realidad y el color se volvía rojo, rosa, blanco, naranja, de todos los colores imaginados para diferenciar las capas que conformaban el universo. Yo también quise tocar el holograma, una parte de mí deseaba encontrar la Tierra, pero antes de alcanzar la imagen un fragmento de Yariat nos arrebató el mapa y se lo fue pasando entre fragmentos hasta el que estaba predicando sobre el Uno. Este último introdujo la pirámide en su cuerpo quedando expuesta dentro de su carne transparente.

—Tenéis que tener cuidado con lo que tocáis, el Uno nos observa y podría considerar una ofensa que seáis tan curiosos. Las mentes curiosas son las más rebeldes.

—Tiene razón —dije asintiendo—, debemos ser más precavidos. Se lo debemos todo al Uno.

Mi hermana frunció el ceño. Ella no comprendía la complejidad del Uno, por tanto, no me comprendía a mí en esos momentos. Y no la culpaba. Necesitaba alimentarse de la gelatina para que se le abriera la mente. Por lo que le ofrecí un poco de esta que guardaba para después. Ella me dio un manotazo y tiró la gelatina al suelo.




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