Atravesamos horizontes dónde a veces el sonido podía ser visible como hilos y ondas blancas en un fondo oscuro y otros dónde los mundos eran cubos flotantes entre estrellas triangulares. Estábamos perdidos y nos perdimos todavía más. Por lo que decidí detenernos en el primer plano de la realidad en el que pudiéramos respirar y orientarnos de algún modo.
Fue cuando dimos con un plano de la realidad que parecía afable. El cielo era de un tono verdeazulado y el traje marcaba un 27 % de oxígeno, un 60 % de nitrógeno y un 13 % de gases que se repartían entre dióxido de nitrógeno, de azufre y de carbono. El alto porcentaje de dióxidos indicaba un aire muy contaminado, probablemente hubiera una civilización medianamente avanzada emitiendo esos gases por la combustión de combustibles fósiles en el trasporte o en las fábricas.
Una larga exposición podría acarrearnos problemas respiratorios o cardiacos. Debido a ese problema no podríamos desactivar el casco en tiempos prolongados, solo puntualmente o para dormir.
Escuchamos un ambiente cargado de música, había leído sobre ella en la biblioteca, pero era la primera vez que la escuchaba en vivo. Sonaba al ritmo de los latidos del corazón. Kaguya se puso a mover los pies siguiendo el sonido, luego dando saltos en el sitio como si la hubieran recargado de energía. Yo movía el pie al ritmo.
La música provenía de una ciudad cercana al basto páramo en el que nos encontrábamos, y emitía un aura resplandeciente hacia la noche, además de un alboroto que explotaba desde dentro y emitía una onda estridente hacia el exterior. No sabía que nos hallaríamos en aquella ciudad. Me tranquilizaba pensar que solo íbamos de paso por provisiones o algún lugar donde descansar una noche.
Más de cerca pude ver lo que parecía un muro, sin embargo, mucho más de cerca me di cuenta de que se trataba de basura, cantidades ingentes de basura. El casco impedía que entrará el olor asfixiante.
Buscamos la entrada, estaba a unos metros más de donde estábamos y era lo único que no estaba cubierto por basura. Dentro de la ciudad la explosión de luz nos dejó unos instantes ciegos. Cuando recuperamos la visión no podíamos creer aquel lugar, parecía sacado de una fantasía: nidos de seda sostenidos entre las vigas metálicas de unos soportes con forma de estrella, anclados al suelo y recubiertos de neón.
Los vehículos, extrañas esferas opacas, se movían flotando sobre el suelo, algunas se conformaban por más de una esfera formando una especie de trenecito levitante. Emitían estelas de humo negro y los pitidos para apartarse unos a otros se escuchaban a kilómetros.
Nos metimos a la ciudad por un lateral para evitar que nos atropellaran. Se escuchaba música proveniente de todos los rincones, voces discutiendo, otras gritando; era un auténtico dolor de cabeza. Tanto que hasta me pitaban los oídos y sentía nauseas. Lo anterior, mezclado con el neón brillante como un foco de interrogatorio directo en los ojos, conseguía sentirme confundido y mareado. Encima era difícil no tropezar con basura tirada, aparatos rotos, embalajes y un sinfín de chatarra que desechaban sin preocupación.
Kaguya me agarraba del brazo para no perderse entre la multitud. Todos medían por lo menos 2 metros y vestían ropa holgada de seda con colores llamativos como si quisieran compensar la falta de brillo de su pelaje grisáceo. Sus extremidades raquíticas no cesaban de temblar como si hubieran tomado 5 litros de cafeína de golpe. Nos miraban con ojos de celdillas. Cuando intentaba preguntar a alguien para orientarnos, se apartaban de nosotros como si fuéramos la sarna y murmuraban con sus puntiagudos hocicos cosas que no podía escuchar por culpa del alborotado ambiente.
La publicidad, que cubría como un velo algunas estructuras, se escuchaban por encima incluso del propio ruido ambiente: “por un mundo más ecológico, Esfera”, mientras en la realidad un individuo tiraba un envoltorio al suelo; “Más allá de las estrellas está el paradisiaco Laicon, disfrute del viaje”, cerca de un mendigo pidiendo; “Los jóvenes sueñan con luchar por su patria ¿a qué esperas para alistar a tu hijo”, lo leía atentamente una madre tomando la mano de su hijo, queriendo este zafarse de ella y correr lejos.
Y podría seguir con un sinfín de eslóganes empalagosos y artificiales, pero la hipocresía no tendría fin y mucho menos el uso del neón como si sobrase en el universo y se hubiera concentrado en una sola ciudad. Me ardían los ojos.
Me fijé en las mediciones de mi traje, dentro de la ciudad la temperatura ascendía a 40 grados. La conglomeración se hacía notar. Prefería estar en un lugar más retirado, lejos de toda la fiesta perpetua que era la noche en la ciudad.
Anduvimos con la bestia buscando agua y algo de comer, pero para todo pedían dinero y no teníamos ni un solo Wont, como se llamaba allí la moneda por lo que había escuchado por ahí. Entonces, de entre todos los anuncios uno me llamó la atención, en él uno de los tanto seres que nos rodeaban montaba una bestia como la nuestra, participaba en una carrera animada y ganaba como premio un mapa dimensional holográfico. Recordé el mapa que Yariat nos había quitado, era el mismo modelo, con uno así podría descubrir el paradero de la Tierra. Debíamos conseguir uno. Con él ya no nos perderíamos más ni daríamos vueltas innecesarias. Memoricé la calle dónde se producían las carreras y el horario que se anunciaba y nos dirigimos allí siguiendo las direcciones. Teníamos una bestia, seguro que podríamos participar, pero antes preguntaría.