Esa noche, un poco más fría, quise practicar más con el brazalete a solas, bajo la clara luz de la luna. Salí a las afueras del pueblo, detrás de unos estratos de betas oxidadas y tomé a una roca como diana. Pensé que esa diana era el profesor e imaginé cómo me defendería si le viese delante de mí, en cómo ganaría mi libertad absoluta si lograba acertar. Pero me temblaba el pulso y mi respiración se entrecortaba. ¿Mi libertad realmente valía la vida de otro?
De repente, antes de poder disparar, se levantó una gran nube de polvo que se convirtió en una tormenta de polvo. Activé el casco para protegerme y la visión nocturna, pues la tormenta opacaba la luz de la luna por completo. Pude distinguir una figura andando de regreso al pueblo, cantaba una canción y por su delicado tono de voz supe que era Sylkie. Llamé su atención haciendo aspavientos con los brazos para que se resguardará detrás de las rocas como yo hacía, no estaba seguro de que me viera hasta que se aproximó hacia mí corriendo. En efecto se trataba de Sylkie.
Al pestañear sus ojos negros se limpiaban del polvo y quedaban relucientes como canicas de vidrio. Su piel no sufría rozaduras por la tormenta, al contrario, el polvo le resbalaba por la piel como si se tratase de una ducha relajante. Se peinó el cabello con la mano a un lado y me miró confundida.
—¿Qué haces aquí fuera? —preguntó perpleja—. Tú piel es muy fina como para aguantar la tormenta.
—En realidad me protege el traje —expliqué pellizcando mi manga.
—Creía que era parte de tu cuerpo.
—No, mi verdadera piel está debajo.
—Quiero verla.
Me imaginé quitándome el traje frente a ella y sentí que subía la calidez del rojo a mis mejillas. Debía ser un problema hormonal. Preferí ignorar su petición y cambiar el tema.
—Eh…Bueno, ¿y qué hacías tu fuera?
—Pues pasear. ¿Me has escuchado cantar?
—Sí, es muy bonita tu voz.
—No le digas a nadie, está mal vista la música en tiempo de conflicto.
—No diré nada. Por cierto, quizá deberíamos regresar al pueblo por la tormenta.
—¿Por qué no mejor esperar a que termine? Así no nos ensuciamos tanto —dijo acercándose más a mí—. He escuchado por ahí que eres de un lugar llamado Tierra. Supongo que tal y como se llama debes estar acostumbrado a este tipo de tormentas.
—La verdad es que no. De hecho, no recuerdo haber vivido en la Tierra, no tengo recuerdos de mi pasado, no más antes de despertar en un cuarto de espejos.
—Suena a una pesadilla.
—Lo era. Hasta que encontré a mi hermana, gracias a Kaguya no me he vuelto loco todavía con todo lo que he vivido hasta ahora.
Sylkie se recogió el pelo con la mano para que no le volase por encima de la cara y apoyó esa mano sobre su hombro.
—Ojalá yo también tuviera a mi familia conmigo.
—¿Murieron? —pregunté despacio.
—No, claro que no —negó esbozando una sonrisa nerviosa. Es complicado de explicar. Te dije que para que te contará la verdad debías ganarte mi confianza.
—¿Cómo hago eso?
—Dame tu brazalete y luego di que lo has perdido en la tormenta de arena para que te den otro.
Me toqué el brazalete y lo alejé de Sylkie. No podía confiar en que haría realmente con el arma y porque tenía tanto interés en ella. Me dijo anteriormente que, por defensa, pero no sabía de quien quería defenderse. Por lo que se lo pregunté y ella desvió la mirada. Volví a insistir y finalmente me susurró al oído:
—Quiero ser libre.
Aquellas palabras, aunque simples, me pesaron en el pecho como una espada de plomo atravesándome. Era el mismo objetivo que yo tuve cuando escapé del cuarto y del profesor. Recordaba la satisfacción de verme liberado y, a la vez, el peso de mis cadenas hundiéndome con fuerza cuando volví a ver al profesor después de tanto tiempo, todavía buscándome, persiguiéndome allá donde iba y asesinando a todo el que le impidiese encontrarme. Me identifiqué tanto con Sylkie que decidí desatar el brazalete de mi muñeca y entregárselo.
Ella en lugar de ponérselo se lo guardo en un bolsillo de su falda y me abrazó con fuerza. Escuchaba su sollozo sobre mi espalda, estaba temblando. Dejé que se desahogará.
Apenas se había ocultado la luna cuando Elis nos despertó de improviso.
—¡Tenemos que irnos ya! Los Vasallos han adelantado el trasporte de las armas.
—¿Cómo? —preguntamos Kaguya y yo al unísono. La miré a ella dudando sobre cuando había regresado de la casa del desconocido con el que se fue, suponía que lo había usado y lo había abandonado a la menor oportunidad.
—De algún modo se han enterado de que íbamos a asaltarlos y han decidido cambiar la fecha para que no les alcanzáramos, pero van muy equivocados.
Kaguya y yo nos montamos en Yung, que recién estaba despertando con un largo bostezo. Nos reunimos un pequeño grupo fuera del pueblo y viajamos entre los pasadizos de estratos rojizos hasta salir a otro desierto salpicado de rocas de todos los tamaños y entre ellas había un camino empedrado. Buscamos algún punto donde escondernos a lo largo de ese camino y encontramos algunas rocas formaciones rocosas lo suficientemente grandes como para ocultarnos.