Sonó una alarma similar al canto de un ave y vi cómo recorrían los pasillos las diferentes familias hacia la misma dirección. Me levanté de la cama y miré fuera. Todos salían de sus cuartos y marchaban al unísono, en completa coordinación, sin chocarse ni rozarse entre ellos, hacia la salida del edificio.
No hubo desayuno, pero tampoco me apetecía. Avisé a Kaguya de que se levantara. No dijo ni una palabra. Me acerqué para moverla y que se despertara. Abrió los ojos y se los frotaba mientras trataba de ponerse en pie. La cogí del brazo y la llevé fuera conmigo.
El vecino con el que había hablado en la noche salía en ese momento solo del cuarto. Nos vio salir y me hizo un gesto con la mano para que nos acercáramos. Hice caso y le pregunté lo que sucedía.
—Tranquilo —respondió con una sonrisa apacible—, no es nada grave ni un simulacro. Es la hora de trabajar. Te viene en la hoja, ¿no lo viste?
—No esperaba que sonará una alarma para trabajar.
—Te acostumbrarás. Madrugar ayuda a la productividad.
—¿A dónde vamos?
—Tú dijiste que eras obrero, debes ir con ese grupo de allí. Yo me voy con los mineros.
Me fijé en que los más jóvenes formaban la mayor parte del grupo de obra. Ninguno presentaba canas o cualquier signo de vejez que yo conociera.
Kaguya ya estaba más despejada y me preguntó lo que sucedía. Yo le expliqué todo en el momento. Ella se resistía a trabajar sin saber qué le daban a cambio.
Yo la convencí de que no abriera la boca por si acaso y que debíamos seguir el juego hasta que terminaran de arreglar el portal. Kaguya gruñó como un perro rabioso, pero terminó por seguirme hasta el grupo de obreros.
Fuimos saliendo despacio de la comuna y, de repente, un miembro de nuestro grupo, con la mano vendada, se negaba a ir a trabajar. Los guardias le agarraron y se lo llevaron a rastras a una esquina de la calle, donde lo fulminaron con un disparo de sus brazaletes.
Como quien sacrifica a un animal que ya no les servía para el trabajo. Sentí un terrible escalofrío.
Nos dirigimos a una parcela vacía de unas dos hectáreas. Habían apilados, de una manera muy meticulosa, ladrillos y bolsas de arena y cemento. Ninguno sobresalía más que otro, como si cada unidad hubiera sido colocada con precisión milimétrica.
La maquinaria ya estaba a pleno funcionamiento y vertía una humareda hacia el cielo opaco sobre la ciudad. Desconocía el trabajo, por lo que imité a los que estaban delante de mí. Cogí una carretilla con ladrillos; Kaguya, arena y cemento.
Ella metía el contenido de los sacos en la maquinaria y mezclaba con un botón el hormigón. Yo, con una espátula, untaba como una tostada el ladrillo y lo colocaba en fila.
Estuvimos repitiendo esos pasos durante horas y ya habíamos completado una pequeña parte del muro. Tenía curiosidad por lo que estábamos construyendo y se lo pregunté al obrero que tenía al lado.
—Es otra comuna —dijo secándose el sudor de la frente—. La natalidad está por las nubes. Ya casi no hay espacio para más familias y luego andan los niños lloriqueando y molestando a todos. Qué asco.
—También los padres hacen ruido —comenté confidencialmente mientras ponía otro ladrillo sobre el cemento fresco.
—Sí, eso es lo peor. Predican con el ejemplo de gritar aquí y allá como sirenas. A muchos les cortaría la lengua.
—Un bozal sí que les pondría a algunos.
Kaguya me entregó otro ladrillo. Él desconocido la miró de reojo.
—¿Tu esposa piensa igual que tú?
Con solo escucharlo se me cayó el ladrillo al suelo, por suerte apenas se rompió de una esquina.
—Mi hermana —aclaré recogiendo el ladrillo—. No estoy casado con nadie.
—Suertudo, a mí me obligaron a casarme el año pasado con una estirada repelente. Ya os tocará a vosotros.
—¿Qué es eso de casarse? —preguntó Kaguya confusa
—Atarse a alguien de por vida —explicó el obrero con rudeza.
—Yo no me ato a nadie, hago lo que quiera con quien quiera y punto.
—Pues aquí todos lo hacemos. El futuro del gobierno depende de que le demos generaciones más jóvenes antes de que envejezca la clase trabajadora. Aunque, entre tú y yo, por mí que se vaya todo a la mierda.
—¿Y por qué estás a favor del gobernador entonces? —intervine yo.
—No todos lo estamos por aquí —susurró—, pero es lo que la mayoría escogió. Al resto le toca aguantarse…
Me sorprendió saber que no todos eran Vasallos, algunos estaban obligados a vivir allí como nosotros, era frustrante pensar que el voto de quienes no tenían criterio valía más por mayoría que el voto de unos pocos con verdadero conocimiento de lo que apoyaba.
Continué con la pared, con un descanso para comer el mismo plato que los demás: unas hojas hervidas que sabían amargas.
Hasta que sonó de nuevo la alarma y regresamos todos a casa para cenar. La cena, una pasta de puré verdosa, era la misma cantidad para Kaguya y para mí; juraría que estaba hasta medida a conciencia.