Dentro de la oficina de Hermet, la hiena te invita a sentarte. Aunque estás algo incomoda, haces aquello, notado que varios empleados están ahí presentes, observando lo que pasa, aunque pronto el anfitrión presiona un botón y las persianas del lugar se cierran, dándoles privacidad, encendidas las luces interiores.
–¡Henos aquí! ¿Qué necesita, oficial? –pregunta Hermet, a lo que tu te despabilas un poco e inicias con la conversación.
–Bueno, descubrí algo interesante. Parece ser que usted es familiar del señor Carlos Aguirre, a quien vi poco antes de encontrarle, huyendo de la vista de todos, como si fuera a hacer algo malo. No sólo eso, parece que usted estuvo involucrado en el siniestro de Caddace Marina –expresas, lo que hace a aquel recargarse en su asiento y suspirar, un poco molesto.
–Así es. Estábamos ahí cuando Leonard descubrió a Caddace. Dijo que apenas la dejó sola unos minutos y que de pronto notó que algo extraño sucedía, por lo que subió a ver qué hacía la chica y la encontró… Usted sabe –menciona la hiena, un tanto asqueada.
–¿Eran cercanos usted y la víctima?
–¡Pff! ¡Claro que no! Caddace era una niña malcriada. Una maldita gacela de lo peor. Me daba asco siquiera verla.
–¿Pero se llevaba bien con su madre Agatha? –La pregunta hace que Hermet sonría un poco, para luego dedicarte una mirada coqueta.
–Sí, Agatha era diferente. Educada, trabajadora y hermosa. Mucho más que su hija, podría decir. Desde que la vi llegar a la colonia, llamó mi atención. Yo era algo joven, ya tenía un mejor puesto en el hotel y le aseguro que disfrutaba pasar mis tardes con Agatha a solas, lejos de su, en ese entonces, ya ex esposo y su molesta hija –confiesa la hiena sin dejar de verte, lo que te pone de nervios.
–¿Agatha sabía de estos sentimientos que le tenía a su hija? –En eso, Hermet se pone de pie y, con los brazos tras la espalda, comienza a caminar por la oficina, perdido contacto visual al hacerlo.
–Digamos que lo intuía. Ella sabía que su hija era una mala semilla para este mundo. A veces creo que se alegró de su destino, al igual que los demás –declara la hiena, para luego verte con cierta malicia y alegría.
–¿Cómo puede decir eso?
–¡Usted no la conoció! –exclama un tanto controlado, a voz media, pero molesto–. Hacía cosas horribles a todos. Si notaba debilidad, la usaba en tu contra para humillarte y así hacerse sentir mejor. Era una maldita en todo sentido. Dudo que alguien, además de su madre, le haya llorado de verdad. –Las duras palabras de Hermet te dejan sin aliento, para luego tu respirar profundo, tranquilizarte y continuar con el interrogatorio.
–Estoy segura que usted no es el asesino. Tiene una cuartada perfecta, pero ¿cómo no sé qué le proporcionó información al mal viviente para acabar con ella? –cuestionas al momento, escuchada la risa de Hermet, quien estaba detrás de ti.
–Oficial, ¿no vio los interrogatorios? –pregunta el sujeto, puestas ambas manos en tus hombros–. Ahí aclaro ese punto y muchos más. ¿No fue suficiente? –Todo esto te lo dice a la oreja, lo que provoca que te pongas de pie, molesta.
–¡Basta de juegos, Hermet!
–¡Basta ustedes! ¡Ya le dije todo lo que sabía! ¿Qué más quiere saber? ¿Cómo Agatha me abandonó? ¿Los problemas que mi primo tuvo que enfrentar a pesar de estar muerta esa perra que lo torturaba? ¿La falta de empatía que tienen los de esa maldita colonia con nosotros? ¿El desinterés de la policía en mi familia? ¿Qué? ¿Qué quiere de mí, oficial? –pregunta Hermet, molesto, lo que te hace retroceder y topar con el escritorio de espaldas, de donde te sujetas, pues la hiena se ve molesta y se va acercando a ti más y más, pero al verte asustada, toma compostura, lanza su mirada al suelo, deniega con la cabeza y se aparta.
–Lo siento. No debí…
–¡No! No diga eso, oficial. Usted no tiene la culpa de todo lo que me ocurrió. Está aquí a hacer su trabajo. Es todo –interrumpe Hermet arrepentido, sujetándose el entrecejo con sus dedos índice y pulgar, pues parece agobiado por toda la situación.
–Lamento mucho por lo que pasó. El asesino denominado «cazador» sólo ha traído dolor y pena a Asfalto. Tal vez mató a quien usted creía que lo merecía, pero…
–No, yo no creo que lo merecía –taja una vez más la hiena, triste y viéndote directo a los ojos–. Nadie merece ese destino. Su cuerpo hecho añicos, sus interiores regados por doquier y esa cara. Ese rostro lleno de terror, lo veo diario en mis pesadillas. –Hermet toma una silla cercana y se sienta en ella, encorvado y cubriéndose el rostro. –Suelo decir que me alegró que pasara para convencerme de que no tuve la culpa. Tal vez, si no hubiéramos salido en esa ocasión. Si no hubiera sido un maldito depravado y hubiera pensado en educar mejor a ella junto a Agatha, otra cosa sería. –Las palabras de aquel te destrozan el corazón, por lo que te acercas y le pones una mano en el hombro.
–No es su culpa. No es de nadie, más que del «cazador». Estás cosas pasan y lo que uno puede hacer es tratar de ayudar a que ese malnacido se detenga. Es lo mejor para todos. –Hermet vuelve a respirar profunda, se limpia un par de lágrimas y toma tu mano, observándote desde abajo con un rostro sonrojado y con ojos cristalinos.
–Gracias, oficial. Disculpe mi rudeza. No me equivoqué en ver que usted es una buena persona. Un maravilloso humano. –Aquello te avergüenza, por lo que retiras tu mano de la hiena, lento para no parecer grosera.
–Gracias. ¿Puede guiarme entonces? –Hermet asiente con gusto y regresa a su silla detrás de su escritorio. Se toma unos minutos para reflexionar y comienza a relatar todo lo que sabe.
–Fue ya hace seis años. En la casa de los Marina, justo a las 6:00 de la tarde, cuando el crepúsculo estaba en su apogeo y la mayoría de las personas alrededor se encontraban en casa. Dicen que fue como una sombra, como el viento de la mismísima muerte. Nadie vio nada, nadie escuchó algo extraño. Sólo hubo una extraña sensación, un silencio macabro que anunciaba un hecho nauseabundo y fuera de nuestra realidad. No había duda, una bestia asesinó a Caddace y seguro usó magia para ello.