misterio del tercer piso
Leah
Había transcurrido una semana desde la muerte de Alec, y dos semanas de la muerte de Valeria.
El internado se había convertido en un hervidero de tensión contenida. Nadie hablaba directamente de él ni de Valeria. Sus nombres se habían convertido en tabú, pronunciados sólo en susurros temerosos.
Pero el miedo no desapareció. Sólo cambió de forma.
Ya no era la tristeza lo que pesaba sobre nosotros, sino la incertidumbre. La pregunta que flotaba en cada esquina, en cada mirada evitada, en cada conversación rota por la llegada de un supervisor era siempre la misma:
¿Quién sería el próximo?
Se volvieron más atentos, más cautelosos. Cada palabra que se filtraba entre la directora y los supervisores era una pieza en un rompecabezas del que aún no tenían la imágen completa.
“Listo.”
“Deshecho.”
“Fallido.”
“Aprobado.”
Palabras sueltas, aparentemente inofensivas, pero con un peso que se clavaba en el estómago como un golpe seco. Y siempre, sin importar la ocasión, la directora reaccionaba igual: con molestia, con furia contenida, como si el control se le estuviera escapando entre los dedos.
No podían ignorarlo más.
Aprovecharían la brecha de tiempo entre los cambios de guardia, según Ezra, un par de minutos, para infiltrarse en el pasillo prohibido.
Había algo ahí abajo. Algo que no querían que vieran.
Pero lo que más sorprendió al grupo fue que Leah, la misma Leah que había temblado tras la muerte de Alec, fue quien puso el plan sobre la mesa con una firmeza que nadie esperaba.
—Si van a hacerlo, yo también voy.
Así que esa noche, mientras el internado dormía bajo un manto de falsa tranquilidad, Leah pegó el oído a la puerta de su habitación.
Esperó.
El sonido lejano de una radio crepitando marcó la señal.
Los pasos del supervisor resonaron en el pasillo, perdiéndose en la distancia.
Era el momento.
Su corazón latía con fuerza, cada latido un eco sordo en sus oídos. Sus palmas estaban húmedas, pero su mente tenía claro lo que debía hacer. Salir no era complicado. Solo necesitaba una excusa.
Una que fuera repulsiva, grotesca, imposible de cuestionar.
Se revolvió el cabello, adoptando un aire de incomodidad forzada, y salió de su habitación con pasos rápidos, pero no apresurados.
Cuando el cambio de supervisor terminó uno de ellos la vio.
—¿Qué haces fuera a estas horas?
Leah hizo una mueca de disgusto, abrazándose el estómago.
—Estoy… manchada —susurró, con un tono lo suficientemente bajo para obligarlo a escucharla más de cerca, pero lo bastante alto como para que captará la incomodidad en su voz.
El hombre la miró pero no pude ver sus ojos por la gorra.
—¿Qué?
—Que estoy manchada. Mucho —añadió, apretando los labios como si le diera vergüenza decirlo en voz alta—. Hasta las piernas… Necesito ir a las duchas.
El asco pasó fugazmente por la expresión del supervisor.
Los hombres nunca sabían cómo lidiar con eso.
Él resopló, murmurando algo entre dientes.
—Rápido. Y regresa de inmediato.
Leah asintió con rapidez y se dirigió a los baños sin mirar atrás.
Cuando dobló la esquina y estuvo fuera de su vista, dejó escapar un suspiro tembloroso.
La primera parte del plan estaba hecha.
Entonces espero a los chicos, y se sintió como una eternidad esperarlos en las escaleras.
—¿Qué les tomó tanto tiempo? Llevo esperando una eternidad. ¿Y por qué ese desorden? —preguntó en un susurro.
—¿Cómo? ¿No corriste? —inquirió Ezra, apoyándose en sus rodillas y tratando de recuperar el aliento.
—¿Para qué habría de hacerlo? —replicó Leah, esbozando una sonrisa triunfal—. Solo dije que tenía una urgencia femenina.
Se quedaron boquiabiertos ante su ingenio. Había sido ridículamente simple y, al mismo tiempo, brillantemente efectivo. Pero no había tiempo para asombrarse.
Avanzamos juntos por las escaleras silenciosas. Cuando llegaron no había vigilancia así que se adentraron al pasillo. Las puertas a su alrededor eran idénticas: marrones, sin marcas distintivas, perfectamente alineadas.
Hasta que una los detuvo.
El hedor los golpeó antes de que siquiera lo tocaran.
Era espeso, penetrante, como carne en descomposición mezclada con algo químico, algo metálico.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Leah, llevándose la mano a la nariz con una expresión de asco.
Los demás hicimos lo mismo, pero no sirvió de nada. Se filtraba en la piel, en la garganta, en el estómago, haciéndolos sentir enfermos.
#6556 en Thriller
#3452 en Misterio
#2566 en Suspenso
romance drama miedo misterio, internado psiquiatrico, huerfanos y secretos
Editado: 24.04.2025