habitación
Leah
Leah despertó con un dolor que parecía haberse arraigado en cada fibra de su cuerpo. Sus párpados pesaban como si estuvieran sellados. Cuando logró abrirlos con esfuerzo, la penumbra confirmó lo que ya sabía: seguía en el sótano.
Intentó moverse, pero un dolor lacerante recorrió su espalda, robándole el aliento. Un gemido involuntario escapó de sus labios, y las lágrimas quemaron sus ojos, amenazando con caer. Su rostro ardía, al igual que sus brazos, como si el sufrimiento estuviera grabado en su piel.
Los recuerdos llegaron como una inundación, imágenes borrosas que se superponían en su mente. El sonido metálico de la puerta al abrirse, el retumbar de tacones en el suelo de cemento, voces masculinas murmurando algo entre risas. Demasiados hombres…Luego, pánico.
Su propio grito aún resonaba en su mente. Un grito que se rompió en la oscuridad, llamando a Evan, rogando por ayuda, aunque en el fondo sabía que era imposible que apareciera.
El sabor metálico de la sangre inundó su boca, y cuando pasó la lengua por sus labios, sintió la piel agrietada y rota. Su cabello, convertido en un caos de nudos y hebras sucias, caía sobre su rostro. Intentó apartarlo con los dedos temblorosos, pero al hacerlo, su mano se detuvo en seco.
Algo estaba mal.
Su barbilla... su cuello...
El horror la golpeó como un puñetazo cuando sus dedos recorrieron los bordes irregulares de su cabello.
Se lo habían cortado.
No. No. No. No...
El temblor en su mano aumentó mientras otros recuerdos afloraron con brutal claridad: manos sosteniéndola contra una silla, tijeras afiladas que chasqueaba en el aire, mechones cayendo sobre su regazo. Su propio llanto suplicante mientras sentía cada tijeretazo rozar su cara, su miedo transformándose en impotencia cuando la risa de la directora se mezclaba con el sonido de las hojas de metal.
Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, y en ese momento, se sintió rota. Más de lo que ya estaba.
Tragó con dificultad y, con la vista aún borrosa, enfocó la escena frente a ella.
Axel estaba allí, con Ezra en sus brazos.
Los dos se veían agotados, derrotados. La piel de Ezra estaba demasiado pálida, y Axel, tenía los ojos hundidos en sombras de cansancio y desesperación.
La visión de ambos fue la gota final.
Las lágrimas inundaron sus ojos y, sin poder contenerlo, sollozó con fuerza. No un llanto silencioso ni reprimido. No un llanto que pudiera detener con un par de respiraciones entrecortadas.
Era la primera vez en cinco meses que lloraba.
Y no pudo parar.
Los sollozos sacudieron su cuerpo, liberando todo el miedo, el dolor, la rabia y la impotencia que había estado enterrando dentro de sí. Cada lágrima era una herida abierta, cada jadeo ahogado era un rastro de todo lo que había perdido en ese maldito internado.
Y entonces, vio movimiento.
Alzó la vista, con los ojos nublados por el llanto, y lo vio.
Evan.
Arrastrándose hacia ella.
Su rostro estaba pálido. Su cuerpo temblaba, su respiración era errática, pero aun así, seguía avanzando. Como si encontrarla fuera lo único que importaba.
Y cuando sus miradas se cruzaron, algo en los ojos de Evan cambió.
Una chispa de alivio, de desesperación, de sufrimiento y ternura enredados en un mismo destello.
Con un esfuerzo titánico, Evan se apoyó en la pared, su cuerpo temblando por el dolor y el agotamiento. Aun así, extendió los brazos hacia ella, con las manos temblorosas.
—Ven aquí —susurró, su voz rota, como si cada palabra le costará más de lo que podía permitirse.
Leah dudó.
Cada instinto en su cuerpo le gritaba que se alejara, que no confiara en nadie, mucho menos en un hombre. Su mente aún estaba atrapada en la pesadilla que había vivido, en las manos que la habían sujetado con violencia, en las risas crueles que la habían despojado de su niñez.
¿Cómo podía anhelar consuelo en los brazos de alguien cuando esos mismos brazos podrían volverse en su contra?
Pero Evan no la miraba como aquellos hombres lo hicieron. No había posesión ni sadismo en su expresión.
Solo desesperación.
Solo dolor.
Solo él.
El peso de su propia confusión la abrumaba, pero aun así, se acercó. Arrastrándose en el pequeño tramo de distancia, ignorando las alarmas que resonaban en su mente. Y cuando sus brazos finalmente la rodearon, un escalofrío recorrió su espalda. No de miedo, sino de algo más profundo, algo que nunca pensó que existía.
Calor.
Evan era cálido, su abrazo era firme, pero no exigente. No intentaba retenerla, sólo sostenerla.
Por un instante, el mundo exterior desapareció.
Se sintió protegida.
Como si, por fin, pudiera dejar de luchar.
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Editado: 24.04.2025