Experimento A #1

Capítulo 10

sala de visitas

Leah

Había pasado una semana desde el incidente, y Leah aún no encontraba la fuerza para levantarse de la cama. El peso de la culpa, el miedo y la tristeza la mantenían atrapada entre las sábanas.

Los días pasaban sin que pudiera diferenciarlos, en una monotonía gris donde nada parecía importar. No se levantaba ni siquiera para comer, lo que obligó a Elena a llevarle las comidas a la habitación. Aun así, apenas probaba un bocado, lo justo para seguir adelante, aunque sin ganas, sin propósito. Su apetito se había desvanecido junto con todo lo demás.

La visita de Evan había sido un punto de luz en la oscuridad, una pequeña chispa de calor que le recordaba que no estaba completamente sola. Por primera vez en días, algo dentro de ella no se sentía tan pesado.

Sin embargo, desde entonces, una pregunta se repetía en su mente sin tregua:

¿Por qué con Evan era diferente? ¿Por qué su presencia había sido suficiente para hacerla bajar la guardia, al punto de tomar su mano sin pensarlo? Confiaba en él de una manera que ni siquiera comprendía del todo, como si algo en él atravesara las barreras que había construido a su alrededor.

Summer, le contaba que pasaba los almuerzos y los ratos libres en el patio con los chicos. Saberlo le trajo un inesperado alivio. Al menos Summer no estaba sola, al menos no la había dejado completamente desamparada. No todo estaba roto.

Tal vez… tal vez ya era hora de intentar salir.

Se sentía exhausta, pero su mente seguía en ese mismo torbellino. Una parte de ella quería aferrarse a la idea de que todo saldría bien, pero la otra, la que conocía la dura realidad, le susurraba que el mundo no era tan compasivo.

Leah se levantó, ya se había perdido media jornada, iba a llegar a la hora del almuerzo. El agua fría la hizo estremecerse, pero no tanto como su propio reflejo en el espejo empañado.

Su cabello, ahora más corto y rizado que nunca, parecía rebelarse contra cualquier intento de control. Suspiró, frustrada, pasando los dedos por los rizos enredados, sin mucho éxito. La cicatriz blanca en su ceja resaltaba mucho, y al examinar su rostro más de cerca, notó nuevas marcas en su frente y pómulos, pequeñas cicatrices blancas.

Respiró hondo, apartando la mirada de su reflejo. Ató su cabello con un moño rápido, sin preocuparse demasiado por la prolijidad.

Al regresar a clases, cada paso que daba resonaba en un mar de murmullos y especulaciones. Sabía que pasaría, lo había anticipado, pero escuchar las palabras con sus propios oídos fue un golpe que no esperaba.

—Dicen que el castigo fue brutal, como el que recibieron Evan, Ezra y Axel —susurró alguien, creyendo que su voz se perdería en el bullicio del pasillo.

—¿Crees que ella vivió lo mismo? —respondió otro.

—Seguro que ella fue la culpable de todo. Después de todo, la directora nunca la soportó... ya sabes, por la maldición de los pelirrojos.

La última frase fue dicha con un veneno disfrazado de superstición, y un escalofrío le recorrió la espalda. No era la primera vez que escuchaba ese murmullo, esa absurda creencia de que su cabello rojo era un presagio de desgracia, pero en ese momento, después de todo lo que había soportado, las palabras se sintieron más hirientes que nunca.

Los susurros se entrelazaban a su alrededor, formando una red de conjeturas que la asfixiaba. Cada mirada furtiva, cada cuchicheo apenas contenido, se sentía como un filo invisible cortándole la piel. Apretó los puños, sus uñas clavándose en la palma de su mano en un intento por aferrarse a algo, cualquier cosa, para no dejarse arrastrar por la marea de miradas.

Pero los murmullos continuaban, incesantes, como una lluvia que no cesaba.

—Es solo cuestión de tiempo para que la expulsen. Nadie la quiere aquí.

—No tiene escapatoria. Es mejor que se vaya antes de que nos perjudique a todos.

Leah sintió el estómago contraerse.

Ya no podía escuchar más.

La presión en su pecho se volvió insoportable, como si las paredes del aula se estrecharan a su alrededor, sofocándola. Con un movimiento brusco, empujó la silla hacia atrás. Sintió las miradas sobre ella, algunas sorprendidas, otras expectantes, como si aguardaran el inevitable espectáculo de su desesperación. Pero no le importó.

Se puso de pie sin decir una palabra y se dirigió a la puerta, abriéndose paso entre los pupitres sin mirar a nadie. Una voz la llamó a lo lejos: el profesor, exigiendo que volviera. Pero sus palabras se desvanecieron antes de poder alcanzarla. No miró atrás.

El pasillo estaba vacío. El aire allí se sentía distinto, aunque aún no podía llenar sus pulmones por completo. Avanzó sin rumbo. Era extraño que no hubiera supervisores cerca; normalmente, patrullaban los pasillos. Pero en ese momento, la ausencia de estos le pareció un alivio.

Siguió caminando, perdida en la repetición mecánica de un pie tras otro, dejando que sus pensamientos se sumergieran en el eco de su soledad. Entonces, una figura apareció frente a ella, interrumpiendo su ensimismamiento.

Se detuvo de golpe.

Un hombre alto, vestido con uniforme, bloqueaba su camino. Su porte era firme, su postura irrefutablemente profesional. Cabello negro, barba que incipiente, ojos azules rostro serio. No necesitaba más para reconocerlo.




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