enfermería
Evan
Evan cargó a Leah en brazos, sintiendo su cuerpo inerte, demasiado liviano, demasiado frío. Su piel pálida contrastaba con los moretones oscuros que comenzaban a marcar su cuello. Solo su cabello se movía, agitándose con la rapidez de sus pasos mientras la llevaba lejos del caos.
Ezra iba tras él, su voz filtrándose a través del torbellino de pensamientos en la cabeza de Evan. No podía procesar lo que decía, no podía enfocarse en nada más que en el peso de Leah en sus brazos.
Había estado a punto de morir.
Si Ezra no hubiera reaccionado a tiempo, si no hubiera tomado esa bandeja de comida y golpeado a esa maldita loca en la cabeza, Leah habría… No. No podía terminar ese pensamiento.
Pero la imagen no se borraba de su mente.
El cuerpo de Leah, inmóvil bajo el peso de la loca. Sus piernas sacudiéndose, sus uñas clavándose en la piel de la chica en un último intento desesperado por soltarse. Sus labios, abiertos en busca de aire que no llegaba.
La furia lo quemaba por dentro. Había querido matarla. Se lo habría devuelto con sus propias manos si Ezra no hubiera actuado antes.
Su agarre se tensó alrededor de Leah.
—Evan, di algo. —La voz de Ezra lo sacó de sus pensamientos.
Pero Evan no tenía palabras. Solo tenía esa sensación sofocante en el pecho, ese miedo pegajoso que no le permitía pensar con claridad.
Porque en ese instante comprendió algo aterrador.
Si Leah moría, una parte de él moriría con ella.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? —La voz de la señorita Elena llenó la pequeña sala de la enfermería en cuanto cruzó la puerta.
Evan no respondió.
Sólo logró avanzar los últimos pasos hasta la camilla y depositar a Leah con cuidado sobre el colchón. Su cuerpo parecía aún más liviano ahora, como si hubiera perdido todo el peso de su propia existencia.
Se quedó de pie un instante, con la respiración descontrolada, observando su rostro pálido, los moretones que se oscurecían en su cuello, la forma en que su pecho subía y bajaba de manera irregular. Luego, como si algo dentro de él se desconectara, se dejó caer contra la pared, deslizando su espalda hasta tocar el suelo.
Tomó su mano.
Era pequeña, fría.
No sabía por qué lo hizo, solo que necesitaba aferrarse a algo, sentir que aún estaba allí.
A su lado, Ezra comenzó a explicar con voz tensa lo que había sucedido, pero Evan apenas lo escuchaba. Su mente estaba en otra parte, enredada en pensamientos que no podía controlar.
Otra muerte.
Pudo haber sido otra muerte por su culpa.
Primero su madre.
Luego su padre.
Los guardaespaldas que los protegían aquella noche. Cada persona que había intentado acercarse a él, de alguna forma, terminaba rota, destruida o muerta.
Y ahora Leah.
Casi Leah.
Su agarre en su mano se tensó, pero ella no reaccionó.
¿Estoy maldito? ¿Todas las personas que quiero van a morir por mi culpa?
El pensamiento lo golpeó como un puñetazo en el estómago.
Espera…
No.
¿Él quería a Leah?
Claro que no.
Claro que sí.
Evan no soltó su mano.
El silencio de la enfermería era sofocante, sólo interrumpido por el sonido de la respiración pausada de Leah y el murmullo lejano de la conversación entre Ezra y la señorita Elena. Pero nada de eso importaba, porque su mente estaba atrapada en una espiral de pensamientos de la que no podía escapar.
Leah.
Era una amiga increíble. Alguien a quien admiraba más de lo que nunca admitiría en voz alta. Con su cabello rojo, aunque ella lo odiara corto. Siempre lo ataba, como si tratara de esconderlo, como si quisiera borrar cualquier rastro de lo que le habían hecho. Pero él había notado cómo, a pesar de sus intentos, algunos rizos traviesos siempre se escapaban de la coleta. Y ese flequillo irregular… otras personas podrían verlo como un desastre, pero a él le gustaba. Le sentaba bien.
Y sus ojos…
Dios, sus ojos.
No eran exactamente celestes ni completamente oscuros. Eran una mezcla entre ambos, como un azul tempestuoso, profundo y atrapante. Un color que parecía ver a través de él, despojándolo de sus capas sin necesidad de palabras. Nunca lo miraba con miedo, ni con juicio. Era la única persona en ese lugar que lo veía de verdad.
Y sus pecas.
Quince en su mejilla izquierda, dieciocho en la derecha.
No sabía en qué momento había comenzado a contarlas, pero lo había hecho.
Era más que su físico. Su manera de ser lo desarmaba por completo. Su terquedad, su fuerza, su manera intensa de proteger a Summer hasta el punto de perder la cabeza. Era como un huracán, imparable, feroz. Hermosa en su caos.
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Editado: 24.04.2025