Experimento Rojo peligro (placeres caníbales 1)

Palanca de la muerte

PALANCA DE LA MUERTE

*.*.*

Deslizó su mano un poco más arriba del cristal, y apoyando un solo dedo en éste, comenzó a trazar un círculo un tanto deforme. No era un simple círculo, al parecer estaba trazando mi rostro. Sí, eso hacía.

Llevó su dedo sobre mi mano y la trazó también en el cristal. Cuando terminó, llevó su mano lejos de la mía, meciéndola en el agua hasta acercarla a la parte superior de su pecho. Seguí observándolo con cautela y él parecía estar haciendo lo mismo conmigo, analizándome en su inquietante silencio. De alguna forma, me estaba viendo, porque sentía su mirada en mí.

Y no ver sus ojos me perturbaba. No, me perturbaba más no saber qué era él, o si realmente era él y no ella. Tenía forma de hombre, pero con todas esas escamas temía que terminara siendo una clase de animal. Una bestia, un monstruo. Debía ser peligroso y sí así era, mejor que estuviera en la incubadora y no fuera de ella.

— ¿Serás peligroso?

Fuera lo que fuera, estaba claro que llevaba mucho tiempo aquí, y sí él o ella tenía vida, quería decir que todos los demás también. Envié la mirada a las otras peceras, la que estaba a mi izquierda tenía una hoja pegada en uno de los bordes del cristal. Me acerqué enseguida para leerla.

ExRo08. Ese era el título.

Toda la demás información estaba en un idioma extraño. Desconocido. Pero tenía unos dibujitos que llamaron mucho mi atención: el dibujo de una persona estaba en los primeros siete párrafos de la hoja, y debajo de esta, en las siguientes palabras le seguía una cruz verde acompañada de un botón amarillo. Todavía más abajo, antes de llegar a lo que parecía ser un código de dígitos, se tallaba una palomita roja. Era extraño que en una palomita le pusieran el rojo cuando la palomita significaba bueno y el color rojo, por lo general en una cruz significaba malo.

Tuve esa familiaridad, ese sentimiento de que ya antes había visto esas figuritas.

Y entonces las reconocí. Eran los mismos dibujitos que estaban en algunas de las hojas quemadas de la oficina, y que a la misma vez se hallaban marcados en los botones de la maquina conectada a las peceras. Aunque los dibujitos en esos botones eran mucho más pequeños y la mayoría un poco borrosos. Para corroborar que estaba en lo cierto y no me equivocaba, me acerqué a la maquina donde estaba esa palanca. Los revisé, cada uno por igual. Sí, eran los mismos dibujos. Me pregunté qué significaban.

Toqué un botón sin presionar, y empecé a contarlos. Diez rojos, diez verdes, diez amarillos, diez blancos. Todos repartidos por igual, y una sola palanca.

Y diez incubadoras. ¿Sería posible que cada botón se conectara a esas incubadoras? Tuve curiosidad de saber qué era lo que hacían. Había mucha coincidencia, pero era demasiadas preguntas, y ni una sola respuesta.

El silenció se hizo en toda la habitación, a excepción de ese, apenas, audible pitido detrás de mí. Su sonido agudo podía identificarlo como el de las maquinas cardiacas en el hospital. Marcado y lento. Llevé la mirada a las computadoras que nos rodeaban en un círculo. Aunque la gran mayoría estaban apagadas, diez de ellas se mantenía iluminadas por una numeración que retrocedía. Y nueve de ellas pitaban al unísono.

Me moví rápidamente a una de las primeras cinco computadoras junto a la escalera, la cual daba a la oficina. Llevaba la numeración 12:29:45 y palpitaba de amarillo. Me pregunté qué significaba, ya que el último digito retrocedía vorazmente, y cuando este llegaba a cero, los segundos dígitos retrocedían un número. ¿Significaban días, horas, minutos, segundos?

Horas, minutos y segundos, ¡sí, era eso! Más que obvio. Pero la única pregunta era saber lo que sucedería una vez llegado a cero.

Nada bueno, supuse.

Revisé todo el resto de computadoras, pero cada una de los nueve aparatos electrónicos tenía diferente numeración: uno con una numeración más chica. Eso empezó a alterarme, no estaba bien, no lo estaba. ¿Y sí era alguna clase de bomba? No, estaba pensando demasiado rápido. Miré hacía el resto de las máquinas, y todas permanecían apagadas.

Suspiré con fastidio.

— ¿Qué quiere decir todo esto?

Mi cuerpo lanzó un respingón y mis ojos se abrieron con mucha fuerza. La computadora onceava—que estaba junto a mí —encendió, se iluminó de verde y volvió a ser negra: apareciendo enseguida, un guion largo parpadeando lentamente en la cima de la pantalla. Me incliné, mis dedos acariciaron el teclado y se llenaron de polvo. Di a enter, sin pensar en las consecuencias, y poco después una lista larga llena de diferentes idiomas, apareció.

— ¿Qué...? — Ni siquiera pude terminar mi pregunta cuando, con el mouse di un click en mí idioma que estaba entre todos ellos. Segundos después, la pantalla volvió a ser negra y nada más ocurrió. Busqué alguna otra ventanilla, piqué a todas las teclas del computador para que apareciera algo más, e intenté encenderla otra vez. Pero nada. La pantalla seguía igual. Fui con las demás, presioné todos los botones.




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