Experimento Rojo peligro (placeres caníbales 1)

La plaza de las cabezas

LA PLAZA DE LAS CABEZAS

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Claro, ya lo suponía. No había otro sentido del por qué me encontraba en este lugar. Todo guiaba a una sola y obvia respuesta. Yo trabajaba aquí. Pero el hecho de saber que era nutrióloga y examinadora no aclaraba nada en mi cabeza y cada minuto que pasaba en este laboratorio aumentaban las preguntas.

Examinadora y nutrióloga, ¿qué relación tenían una cosa con la otra? Además, ¿de quién era examinadora? Obviamente de esta sala, porque estaba enumerada como la 3.  ¿De qué experimento? ¿Desde cuándo? Por Dios, ni siquiera conseguía recordar nada. Mi mente estaba en blanco, vacía, esto era frustrante.

Desesperante.

Respiré hondo para calmar mis pensamientos. Lo último que debía sucederme en esa situación, era enloquecer. Levanté la mirada de mi fotografía y la clavé únicamente en él, en esos orbes carmín que estudiaban el gafete en mis manos con una clase de profundo interés.

Él... ¿Cómo antes no se me había pasado por la cabeza preguntar si me conocía? Aunque claro. Jamás pensé que las 57 veces que salió de su incubadora, se convirtieron en semanas o meses fuera de ella. Él dijo que duraba bastantes semanas fuera de su incubadora hasta terminar lo que sea que estas personas les ordenaban hacer. Y dijo que los experimentos tenían un examinador que se encargaba de ellos.

Él tenía una examinadora y no era ninguna coincidencia que justo en esa habitación, moviendo ese bulto de objetos y materia, encontrará un gafete con mi nombre. Entonces, ¿sería posible que yo fuera su examinadora? ¿Podía tener eso relación con que no quisiera matarme? Pero la manera en la que él miraba mi gafete era diferente... incluso me confundió. Su semblante se transformó a uno serio, y con el entrecejo contraído, podía atisbar ese recelo en él.

— Rojo— lo llamé. Apartó sus ojos de mi gafete y los depositó con el mismo recelo en mí—. ¿Yo soy tú examinadora? — pregunté, sintiendo una extraña tensión desatarse a nuestro alrededor, y crecer más cuando retiró la mirada y apretó sus puños.

—Esta es la sala 3, yo soy de la sala 7—espetó. Me confundió mucho su actitud que pestañeé desconcertada.  No pude quitarle la mirada mientras se apartaba de mi lado para rozar mi hombro. Cuando giré para seguirle con la mirada, él paró junto al umbral, alzando su brazo y señalando un pedazo de madera en el que se hallaba escrito unas palabras.

—Y eras examinadora de él— volvió a espetar en un tono más bajo... más marcado.

Leí enseguida la numeración que colgaba junto a la entrada y una pizarra blanca en la que se escribía un listado que no tardé en leer para tener más dudas:

ExVe 13.

Experimento Verde número 13.

Clasificación titular: enfermero auditivo y de vibración, bajo nivel y rendimiento físico.

Masculino.

Periodo infantil: 10 años de edad con apariencia de 6 años.

Etapa de maduración completada: Etapa 1 infantil.

Etapa de maduración en proceso: Etapa 2 fallida.

Trituración asegurada, y en espera de su mejoría genética.

— ¿Entonces no me conocías de antes? — pregunté apresuradamente cuando lo vi salir de la pequeña habitación, dejándome atrás. Sin embargo, me ignoró. Mis palabras parecieron no gustarle cuando sus puños se apretaron aún más, y siguió apartándose de mí, yendo en dirección a la salida de la sala. Ignorándome.

¿Y ahora que le sucedía? ¿Por qué se miraba tan molesto? Confundida y atemorizada, apresuré mis pasos para darle alcance. Para incluso, colocarme frente a él como si eso fuera a detenerlo.

Su endemoniada e hipotónica mirada se conectó con la mía, y sentí como me atravesaba con ella, enviando escalofríos por todo mi cuerpo.

— ¿Me conocías mucho antes de que todo esto sucediera? —repetí la pregunta. Observando la forma penetrante en la que reparaba mi rostro, mostrando su imponencia.

— ¿Cuál sería la diferencia si te respondiera que si ni siquiera recuerdas nada? 

Una emoción floreció en mi estómago. Definitivamente era un sí. Me conocía.

—Que me conoces, que me has visto antes. Esa es la diferencia— solté tan rápido él dejó de hablar—. ¿Por qué no me dijiste que me...? — hice una pausa sabiendo que la pregunta sería una tontería hacerla porque en un principio no se me ocurrió preguntar—. ¿Cómo me conociste?

Su mandíbula se había apretado tanto que terminó torciéndose. El enojo que resplandecía en su mirada se ablandó, y lanzó un largo suspiro entrecortado que me hizo pestañas. Era como si quisiera decirme algo que le molestaba, pero que al final se había arrepentido. Su actitud, su cambio de gesto eran extraños. No solo me conocía, él con todo ese comportamiento estaba diciendo algo más.




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