Y SÉ QUE TÚ LO SABÍAS
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Sus dedos suaves, aquellos a los que ya tenían la forma de unos dedos normales, humanos, largos y con uñas, eran sostenidos por los míos cuidadosamente mientras contemplaba su rostro sobre la almohada. Ese rostro tan pálido al que le había apartado varios mechones de cabello para colocarle un pedazo de tela mojado con la intención de bajar su rotunda fiebre.
Me pregunté cuántas horas pasaron desde que Rojo perdió la conciencia y la enfermera cerró sus heridas internas y externas con su sangre. No lo sabía, pero no podía dejar de pensar en cómo me sentí cuando su pecho se tensó de dolor y su respiración se detuvo... lo que sentí como vi sus ojos perder su hermoso brillo para ocultarse debajo de sus párpados, y lo que sentí cuando esos labios dejaron de abrirse, de pronunciarse su débil voz.
Me sentí desboronada.
Destruida y congelada.
Mi corazón se detuvo al igual que mi respiración, la única reacción que pude hacer en ese momento era negar, negar con la cabeza una y otra vez, negar que él estuviera muerto y negar que esto estuviera sucediendo. Solo pude llevar mis manos a taponear mi boca para cubrir esos sollozos que ya no podían ser guardados en mi cuerpo, y cuando sentí que el dolor me comprimiría y cegaría, me incliné sobre él, con la cabeza acomodada sobre un lado de su pecho rasgado, con el oído atento a cualquier otro ruido que no fueran los míos, buscando los latidos de su corazón.
Esos que, apenas podían percibirse, tan débiles e inquietantes que amenazaban con detenerse en cualquier momento.
Ni siquiera esperé un segundo más cuando me aparté, y con una última mirada que eché a su cuerpo inmóvil—ese que se desangraba sobre las sabanas porque su herida ya no estaba cerrando—, salí disparada como una bala al pasillo, regresando por ese amplio suelo tétrico donde había dejado caer las latas de comida que llevaba para alimentar a Rojo.
En ese instante, todavía recordaba como mi corazón me saltaba precipitadamente, tan nervioso y asustado, lleno de una aterradora adrenalina que sentía que convulsionaria detrás de mi pecho mientras corría deseosa de llegar lo más rápido posible a la habitación de los oficiales y pedirle ayuda al experimento verde.
Ella era la única que podía curarlo.
La única que podía salvarlo.
Y lo hizo, curó a Rojo. Ahora para recuperar su pérdida de sangre, ella estaba descansando, Adam la había colocado en una habitación junto a esta. Rossi dijo que los Rojos reproducían con más facilidad la sangre que los blancos o los verdes, estos últimos se debilitaban más fácilmente cuando utilizaban mucho su sangre para curar heridas, y Rojo, necesitaba mucha, porque no solo tenía una herida enorme en todo su pecho, su espalda también había sido cruelmente rajada por él mismo e incluso su espina dorsal estaba en muy malas condiciones. Lo peor no era la pérdida de sangre que había tenido, dejándolo casi por completo seco, lo peor era que Rojo se había arrancado órganos infectados.
Una gran cantidad de órganos en donde Rossi aseguro que Rojo ya debía de haber muerto por la pérdida exagerada de sangre y la falta de un metabolismo. Aunque nadie se dio cuenta de que le faltaban órganos, Adam fue el que hizo el descubrimiento cuando, poco después de que la enfermera terminara de curar las heridas de Rojo, los gritos de Adam comenzaron a llenar de terror los pasillos del bunker, en busca de nosotras.
Al final, cuando Rossi lo trajo a esta habitación, contó de los órganos que se halló dispersados cada medio metro del largo pasillo frente a la primera salida del bunker, sumando al enorme organismo de tentáculos que se movía de escalofriante forma, y al cual no tardó en disparar una y otra vez hasta que dejó de moverse.
Solo pensar en los tentáculos fuera del cuerpo de Rojo, arrastrándose por el pasillo, hacía que espasmos sacudieran hasta el más pequeño de mis huesos. El parasito tenía vida propia y podía permanecer con viva fuera del huésped, la verdadera pregunta era saber que tan peligrosas era estar fuera del huésped.
Seguramente lo era también, si convertía en monstruos a los huéspedes, que no se convirtiera a sí mismo en uno sería ilógico. Entonces, si eso pasaba, el laboratorio tendría más monstruos que no eran experimentos, sino la misma bacteria misma, evolucionada.
Este infierno parecía no tener un maldito fin.
Y ahora estábamos atrapados por varios de ellos, con Rojo en muy mal estado.
Apreté mis labios y exhalé con fuerza, decidiendo llevar mi mano por encima de la frente de Rojo y acariciar su húmedo cabello, una y otra vez, enredando mis dedos un poco por esos mechones oscurecidos mal cortados. Todavía recordaba cuando le estaba cortando el cabello en la oficina, ni siquiera terminé de cortárselo todo como debía de ser cuando él tiró de mí con una fuerza rotunda que el golpe de nuestras entrepiernas cuando caí sobre su regazo, me dejó sin aliento.
Editado: 08.04.2020