COMEDOR DE MUERTOS
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Esta vez había sido diferente, el dolor no dejaba de fluir al igual que todas esas imágenes, no podía entenderlas, no así, no cuando llegaban con tanta rapidez llenando mi cabeza de voces y rostros, amortiguando la voz de Rojo. Lo único que podía hacer era restregarme una y otra vez la mano en la frente con la necesidad de detenerlos, aferradme al brazo de Rojo con la otra mano.
Él me mantenía sostenida con más fuerza a su cuerpo, un agarre tan firme y duro que detenía que mis rodillas tocaran el suelo. Alcé la mirada, apenas escuchando como me llamaba, ese leve tono que alcancé a escuchar de su grave voz fue suficiente para espantar todas esas escenas que se reproducían sin control.
Solo entonces, cuando las voces cesaron, pude soltar un largo suspiro en el que sentí como cada fibra de mi cuerpo se relajaba y estremecía.
—Dime que te duele—le escuché pedir, su voz más clara, más invadida de preocupación. Negué con la cabeza aun aturdida, aun con leves pulsadas de dolor en mis sienes, tratando de aclarar mis pensamientos, ordenar los recuerdos—. Pym.
—No me duele nada— susurré, sintiendo como mi corazón empezaba a acelerarse cuando tan solo levante el rostro para mirar esos orbes tan enigmáticos y atractivos.
Solo verlos, contemplar la profundidad en la que me veían y anhelaban, hicieron que esos recuerdos en los que yo apareciste a la puerta de su cuarto llegaran, respondiendo más dudas de aquellas preguntas que una vez me hice. ¿Desde cuándo me había empezado a gustar Rojo? Ni idea, de un momento a otro ya no podía detener lis latidos desbocados de mi corazón siempre que lo veía.
Estaba confundida, tan confundida por lo nerviosa que me sentía con su cercanía que solo quería correr, pero eso era algo que no podía hacer. Quería huir y dejar de sentirme tan pérdida en él, Daesy me había advertido, me había contado de las feromonas de los Rojos adultos, que tuviera cuidado, que no me acercara tanto, que no los tocara mucho, que no los viera a los ojos... Y eso era exactamente lo que hice con Rojo, inevitablemente.
Estaba tan aterrada, pensando que había caído en sus encantos, que sus feromonas estaban haciendo un terrible efecto sobre mí, cuando en realidad solo fue cuestión de tiempo para darme cuenta que no fueron solo sus feromonas, sino él, todo de él me gustó, y no hablando de su físico atractivo, su inocencia, la forma tan sincera en la que hablaba y su amabilidad o preocupación a pesar de las circunstancias, me enamoró.
Ni aun Adam me había hecho sentir tan estremecida con el crepitar de su voz, tan confundida con su toque y al mismo tiempo tan encantada con su mirada. Me atrapó con la manera tan sincera en que me miró, como si fuera su más grande descubrimiento y lo único que quería descubrir el resto de su vida.
Jamás me sentí así. Y estaba tan aterrada preguntándome en ese entonces si eran o no sus feromonas las que actuaban en mí, recuerdo perfectamente que cada día que estaba a su lado el miedo de lo que yo haría me consumía pensando en que tarde que temprano caería y me lanzaría a besar sus carnosos labios.
Lo peor de todo es que lo hice, lo recuerdo muy bien, sin conciencia me lancé sobre él hasta subirme en su regazo y rózame contra su cuerpo de tal forma que lo hiciera gemir contra mi boca. Recuerdo bien su ronco gemido recorriendo cada hilo de mi piel hasta estremecerme.
Era una desgraciada y desvergonzada, me repetí eso tantas veces cuando la razón volvió a mí al sentir la mano de Rojo explorando el interior de mi pantalón, acariciando mi sensible piel, esa zona tan íntima y húmeda que me hizo gemir y a él lo hizo gruñir de placer. Entonces me retiré. Sí, me retiré de su cuerpo, asustada, confundida y temblorosa, y fue ahí cuando él me acorraló contra la pared para besarme, susurrando que quería hacerlo conmigo, solo conmigo. Fui la culpable de que en ese instante Rojo perdiera el control, estaba al borde de su tensión y yo había dado el paso en el momento incorrecto.
Jamás olvidaría lo que sucedió cuando Adam apareció en el cuarto y lo golpeó. Nunca olvidaré esa culpa que me torturó el resto de los días, incluso hasta cuando recordé lo que terminaron haciéndole a Rojo, lastimándolo como castigo cuando en realidad había sido mi culpa.
Pero no entendía, ¿por qué Rojo no dijo que yo lo había besado primero que él? Y, además, esa no era la única cosa que sucedió entre nosotros...
— Te estabas desmayando, Pym— Dejé de estar inversa en mis pensamientos para sentirme atrapada en la severidad de la voz de Rojo.
—Estoy bien, solo sentí un dolor en la cabeza, pero ya no me duele— informé simulando una leve sonrisa, quise decirle en ese momento que ya había recordado muchos momentos juntos, pero algo llamó mi atención, varias miradas estaban poniendo atención hacia nosotros. Miradas repletas de sorpresa, inquietud y disgusto, sería realmente difícil tratar de guardar distancia de Rojo para no levantar sospechas de que llevábamos una relación amorosa, en este momento más que nunca viendo de qué forma temerosa y preocupada Rojo me anclaba a su cuerpo y me observaba, seguro que pensaban que teníamos una.
Mordí mi labio cuando mi mirada se clavó no solo en esos orbes grises que pertenecía al rostro de extrañes de la pelirroja, sino de ese hombre de estatura un poco baja y anteojos de abuelito.
Augusto. Su nombre pronto se iluminó en mi cabeza casi como una alarma ruidosa. Aunque entre los examinadores de nuestra sala le llamaban Gus Gus, como el ratoncito de cenicienta debido a sus grandes orejas que él siempre trataba de ocultar bajo su cabello bien peinado. No podría decir de qué forma nos observaba, con el recuerdo de él en mi mente su rostro sombreado se retorcía de gestos. Todos los gestos que me hizo cada día cuando volvía a mi sala.
Editado: 08.04.2020