EL LOBO QUE SE ENAMORÓ DE LA CAPERUZA ROJA
*.*.*
Mi corazón en ningún momento dejó de palpitar con locura desde que miré los enormes edificios de la ciudad de Moscú reflejados a varios metros de nuestro camino. Y aun ahora en que recorríamos el centro de la ciudad en la que nací, mi corazón seguía agitándose, escarbando en mi pecho con ganas de agujerearlo.
Eran tantas emociones combatiendo en mis nervios al mismo tiempo.
Volvería a ver a mi familia, volvería a escuchar las voces de mis pequeños hermanos otra vez, y solo saber que los tendría entre mis brazos y los estrecharía con fuerza, una gran emoción floreció en mi estómago, repleto de temor y felicidad.
La última vez que los vi mis padres seguían molestos conmigo, como les dije que había conseguido un empleo muy bien pagado fuera de la ciudad no les pareció lo correcto, después de la dura situación por la que pasábamos no querían perder a su hija mayor. Pero lo hice, me fui pidiéndoles que cada cierto tiempo fueran al banco a sacar el dinero que había ganado para ellos.
También les mentí acerca de mi empleo, ¿quién iba a decirle a sus padres que trabaja para un laboratorio secreto, siendo examinadora de un experimento que sanaba hasta la más grave enfermedad con su sangre? Nadie. Les dije que trabajaba para una compañía que fabricaba medicamentos, su establecimiento se encontraba fuera de la ciudad, y que por el horario que tenía, muy pocas veces podría marcarles. Muy pocas veces lo hice...
Después de todo lo que ocurrió en el laboratorio y que ahora estamos en Moscú, no sabría qué explicación darles a mis padres cuando los volviera a ver.
Mordí mi labio resistiendo el cosquilleo retorciéndose ansiosamente en mi cuerpo mientras miraba todos esos vehículos militares repletos de soldados armados recorriendo las calles de la ciudad con lentitud, observando cada rincón que sus miradas alcanzaran a ver. Mientras tanto, a su alrededor podía notar como las personas que recorrían las calles de la ciudad andaban sin ningún gramo de temor saliendo y entrando de los locales del centro.
Hacían su recorrido sin preocupaciones, caminando con normalidad, haciendo compras y conversando con otras personas antes de que el toque de queda comenzara en la ciudad.
Un soldado nos había mencionado del toque de queda en la ciudad y pueblos alrededor de la zona en la que sucedió el ataque de los contaminados. Aunque hasta entonces, no había pasado nada anormal en la ciudad, ni en ninguna otra parte.
Y esperaba que no pasara. Mejor que no pasara.
Dirigí la mirada a esos dedos que se entrelazaban con los míos, apoyando nuestras manos sobre uno de mis muslos. Desde que salimos de la ciudad, Rojo no ha querido soltarme. Subí la mirada por todo su torso hasta su rostro torcido. Podía ver apenas desde sus lentes de sol, esos orbes aturdidos persiguiendo cada estructura del centro de la ciudad, sea pequeña o grande estudiaba su complexión y color. No conocía las enormes empresas de Moscú, no le hablé de los edificios o incluso del puente sobre el mar por el que tiempo atrás habíamos pasado. Había quedado encandilado por el mar.
No era él el único contemplando la ciudad desde que llegamos, observando y analizando alrededor cuando di una mirada al resto de los experimentos, el experimento blanco que había estado con 07 Negro al mando del grupo, estaba en nuestro vehículo militar, y era el más intranquilo de todos. Fuera de su aspecto severo y peligroso, el enfermero blanco no dejaba de torcer su cuello a todas partes, hundir su entrecejo pálido bajo su oscurecida cabellera a la que le hacía falta un corte. Sus manos se anclaban al pequeño respaldo de nuestros asientos mientras se mantenía vigilando abrumadoramente a las personas que poco faltaban para cortar el metro de distancia entre el vehículo en el que estábamos.
De pronto su mirada se quedó clavada en un hombre de tercera edad que se había detenido justo al lado del final de la banqueta para cruzar la calle que el vehículo de nosotros cruzaba. Alzando su mirada anciana para toparse con la del enfermero blanco, oculta detrás de las gafas. Su gesto despreocupado cambió a confusión al estudiar no solo al enfermero blanco, sino al resto de los experimentos en nuestra camioneta. Seguramente preguntándose, ¿Quiénes éramos todos nosotros? Pues no llevábamos puesto un uniforme militar, ni menos veníamos armados.
El suspenso me estremeció las vellosidades cuando cambió de un estado confuso a uno asustado, palideciendo su rostro en tanto recorría por segunda vez, el resto de rostros del vehículo militar frente a él.
Entre esos rostros que vio durante el movimiento lento del vehículo, también reparó en Rojo, y se apartó sacudiendo las bolsas de carga aparentadas por sus puños, amenazando con soltarlas y salir corriendo. Eso hundió mi entrecejo, preguntándome por qué parecía asustado aquel hombre si la única diferencia que más abrumada y aterraba de los experimentos, eran sus ojos y estos estaban ocultos. Aunque claro, había más diferencias y eran su altura y apariencia tan perfecta de los experimentos, y esos orbes ocultos por lentes oscuros, fuera de eso, todo lo demás era idéntico a un ser humano común y corriente.
—Será mejor que se enderecen y bajen sus rostros, no queremos llamar la atención. Créanme, es mejor no hacerlo por ahora— soltó el soldado en un tono nada espeso.
Rojo miró por última vez sobre su hombro antes de enderezarse tal como hicieron los otros, pero, aun así, sus miradas terminaron inclinándose detrás de los hombros de los soldados sentados frente a ellos. Era imposible dejar de ver lo que te rodeaba cuando era nuevo para ti. Podía notar lo mucho que a Rojo le costaba creer que era real todo lo que observaba, ¿y a quién no le costaría creerlo? Hasta a mí me costaba, se sentía tan irreal, parecía un sueño en el que estábamos a punto de despertar.
Editado: 08.04.2020