Experimentos Proyecto Escape

III

No podía moverme. Tenía tanto frío y me sentía atrapado, como si una fuerza me impidiera pelear contra el deseo de sobrevivir; me atraía hacia un vacío oscuro, frío, donde la única compañía que tenía era mi presencia.

    No sabía si seguía vivo o muerto, mi alrededor parecía ennegrecido.

    Había perdido toda la esperanza en mí, pues sólo me quedaba guardar silencio y tratar de sosegarme ante los misteriosos gritos que escuchaba; aquella voz que yacía murmurándome una y otra vez decía mi nombre con tal impaciencia.

    «¡Doce! ¡Doce!», seguía escuchándola resonar en mis pensamientos.

    Su voz parecía ser la de una mujer. Poseía un tono tan apacible y repetía sin parar mi nombre a cada momento. Estaba trasmitiéndome un mensaje que era capaz de librar cada uno de mis pensamientos más negativos. Esta hacía enseguida que mis raciocinios atrajeran un estado pacifico capaz de hacer que me olvidara de todo lo demás. Luego contemplé cómo el escenario cambiaba de manera lenta, cálida.

    Una luz albugínea comenzó a destellar delante de mí; al principio noté que era un resplandor cualquiera, como el amanecer, pero luego vi que esta aumentaba súbitamente mientras iba iluminando todo mi entorno ennegrecido. Iba actuando dentro de mí, creando una energía que me daba fuerzas para seguir adelante.

    Todas esas células asesinadas, aquellas energías gastadas, desplomadas, al igual que mis defensas, comenzaron a regresar rápidamente a mi cuerpo, logrando traerme de vuelta.

    Estaba en el mundo de los vivos. No había muerto a la caída.

—¡Ah! —desperté de un grito, sintiendo que el mundo se trastocó—. ¡Ahhhh! —mi cabeza me ardía, me dolía tanto, moverme no estaba ahora mismo en mis opciones. Yacía atolondrado, extrañado porque no tenía idea de lo que sucedió.

    Ya no estaba en el bosque, ni siquiera en la catarata, tampoco se hallaba aquella criatura, sino un lugar que no reconocía.

    Apenas si podía ver con exactitud el terreno rocoso, tenía borrosa la vista. Escuché pasos advertidos, despaciosos y atentos.

   Y delante de mí se encontraba una persona, una mujer blonda, rubia como el destello del oro, quien me veía con delicadeza.

    Apenas la vista me estaba regresando como para darme cuenta de quién se trataba.

    —Veo que has despertado —me dijo aquella, con una mirada risueña; miré que tenía una mano posada en esa cintura.

    —¿Eh? —fue todo lo que dije, mi cabeza me daba vueltas, que sentía dentro de ella como si un incendio estuviera consumiéndome.

    —¡Despertaste! —me dijo esta vez con tono enérgico, por alguna razón verla esbozar una sonrisa de alegría me decía muchas cosas, como si verme despertar fuera una señal de esperanza—. ¡Estás vivo!

    —¿Vivo?

    —¡Sí! ¡Sobreviviste a la caída! —seguía sin entender el motivo de su presencia. Pero contemplarla ahí parada me otorgaba quietud, una paz enorme que yo quería que se mitigara.

    —¿Caída? —pregunté, frotándome la cabeza—. ¿De qué hablas? —y de nuevo regresaron los dolores de cabeza. El pensar demasiado estaba provocando que sufriera—. ¡Ah! —no podía contener tal suplicio—. ¡Qué es este dolor? ¿Qué pasa?

    —¡Tranquilo! —exclamó la chica, pero al verme así de desconcertado, noté que su tono de voz fue bajando—. Si yo fuera tú no intentaría moverme mucho. Acabas de caer recientemente.

    —¿Pero…?

    —Tienes una herida en la pierna, ésta aún está abierta. Tranquilo.

    —¿Abierta? —con todo el dolor que sentía dentro de mi cabeza, quería creer que esa chica se estaba refiriendo a una cortadura, pero cuando volví la mirada a mi pierna vi lo contrario—. ¡Oh, por Dios! —me quedé sin palabras, solo estremeceos.

    Mi pierna derecha se encontraba envuelta con un trozo de tela blanca teñida de rojo. Era sangre, y ésta, no estaba cesando.

    —¡No! —gruñí, intentando tocar la herida para ver si era grande, pero por el flujo de la sangre y las manchas en el suelo, era obvio que me ardiera. La herida era profunda—. ¡Duele! ¡¿Qué está pasando?! ¡¿Cuándo fue que me hice semejante…?!

    —¡Trata de calmarte, chico! —me dijo aquella, pero no estaba en mi lugar como para comprender semejante dolor—. Caíste de una catarata y te lastimaste la pierna cuando te impactaste.

    —¿Catarata? —realmente no estaba seguro si yo había descendido…

    —Sí, fueron casi noventa metros de altura. Tuviste mucha suerte.

    —¡Noventa! —no podía ocultar mi estado de asombro realmente.

    —Así es —me respondió ella—.  Por fortuna caíste sobre el lago en donde solemos ir a pescar; además, no es tan grave como pensé —me dijo, pero en verdad no sabía ella lo que dolía; aunque no podía juzgarla debido a sus palabras tan apacibles.

    Se acercó a mí, pero se mantuvo dubitativa un momento, como tratando de no asustarme ya que estaba en un lugar ajeno que no conocía del todo. Entonces vi que me quitó el vendaje de la pierna para apreciar la herida que me provocó pavor.



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En el texto hay: mentiras, dinosaurios, jungla

Editado: 18.10.2020

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