Detenerme y respirar me era difícil, y por cada segundo transcurrido mis gritos se convertían en un eco violento, ensordecedor, mientras iba cayendo al vacío como en la pasada ocasión. Pasaba que esta vez, de no tener suerte, ninguno de mis compañeros podrían encontrarme. Ahora estaban perdidos desde que nos vimos en el río la última ocasión.
—¡Ah!
Estaba perdido. Sentía ya a unos segundos el agua cristalina debajo de mí. Me hundí unos cuantos centímetros en un impacto, que la fuerza del agua fue capaz de empujarme contra la corriente, al mismo momento que perdía sangre, convirtiéndome en una carnada atrayente para animales salvajes.
Todos mis huesos se golpetearon contra varias rocas y también me provocaron nuevas heridas que me fueron acompañando de camino a la catarata, tal y como había sucedido antes: Un Déjà vu. Solo que esta vez iba a ser diferente.
No podía moverme. Iba a ser imposible sobrevivir. Pero en comparación a la culpa que cargaba, me agobiaba en mi interior.
Clift y Benneth nunca quisieron ayudarme. Usaron mis deseos de regresar para tenderme una trampa. Entonces comprendí que no le importaba a “La Zona”, eran unos egoístas.
Ellos eran un régimen importante y solo se preocupaban estrictamente en el progreso y no del prójimo. Ellos no aceptaban los errores, ni las fallas. Razón por la que nos hallábamos aquí tratando de sobrevivir a todos los flujos peligrosos.
Nadie había hecho nada malo, simplemente ya no le servíamos a “La Zona”. Después de todos esos años de servicio, de pruebas y daños que sufrimos, habían sido en vano.
Qué tonto me sentía.
“La Zona” nunca pensó de la misma forma que los veía: Familia.
Solo tomaban lo que necesitaban de nosotros, luego nos hicieron un lado como desperdicios, para vernos morir lentamente.
—¡Doce! —alguien gritó mi nombre, mientras me estaba jalando la corriente de manera violenta, peor que aquella ocasión.
Haber escuchado aquella voz me hizo dudar no solo de mí mismo. Había tantas cosas en mi cabeza que no sabía qué creer.
—¡Doce! —pero al volverla a escuchar, comencé a reforzar ese pensamiento.
La voz no la reconocía. Era de un tono grave, aunque tal poseía un cierto toque diferente a la de Kai, Lex, Holly o los agentes, pero de lo que sí me podía asegurar era que, se trataba de una voz masculina, tan eficiente y firme, como valerosa.
Miré hacia la derecha y noté que no había nada más que árboles y aves, pero no algún ser humano ni nadie que me gritara.
Eso me hizo pensar que realmente estaba delirando, ya perdía demasiada sangre, la veía formar serpientes rojas encima del río, incluso dentro, que mis ojos comenzaron a desorbitar.
—¡Doce! —pero la voz seguía zumbando en mi cabeza, como un recordatorio de que todavía podía haber una esperanza, al fin y al cabo ya había sobrevivido a muchas adversidades. De todas maneras, voz o no, debía sobrevivir entonces.
Miré a la izquierda, imaginando que solo vería aquellos árboles, pero al ver lo que en realidad se posaba en la orilla comprobé que no estaba solo, que se hallaba alguien más a metros.
—¡Doce! ¡Ten cuidado!
Esa misteriosa voz provenía de un joven que me miraba desde la ribera. Éste estaba envuelto en una manta de tono grisáceo que cubría cada parte de su cuerpo, inclusive su cabeza, con la excepción de sus brazos, piernas y ojos; esos iban protegidos por guantes, botas y unos gigantescos lentes oscuros.
No sabía quién era aquel, pero de lo que sí me podía asegurar era que no se trataba de un ser imaginario, sino verdadero.
—¡Doce! —escuché, y no parecía ser alguien que quisiera lastimarme—. ¡Resiste, Doce! ¡Voy por allá! —gritó intenso, alarmado.
El sujeto saltó al rio y nadó hacía mí sin sumergirse por completo, necesitaba aire y luchar contra la corriente con unánime.
Nadó hacía mi tan rápido como pude, que no noté el momento en que sujetó mi cuerpo. Entonces solté un respiro largo, de alivio, sabiendo que no iba a morir, al menos no dentro.
—Te tengo —me dijo, tomando aire mientras trataba de llevarme a la orilla, era demasiado delicado mientras me jalaba.
Tomó de mi cadera con su mano derecha, sin lastimarme demasiado, y usó su otro brazo para remar en contra de la corriente. Esta vez todo fue tan rápido y no lo noté en ese momento.
—¡Oh! —solté un suspiro de sosiego esta vez, ya había vuelto a la superficie—. ¡Ah! —sentía el aire, era fresco—. Gracias —le dije, con la mirada cansada, débil por pérdida sanguínea.
—No hay de qué —me dijo, mirándome con demasiada curiosidad.
Aun así el sujeto no se quitó la vestimenta en ningún momento.
No podía mirar su rostro, pero si mi reflejo en aquellos lentes.
—¿Quién eres tú? —dije, ahogando un alarido de dolor y estremecimiento.
—Eso no tiene importancia, Doce —me dijo—. Por ahora necesitas…