Tres días después.
Cecilia Campbell
Tras ese monólogo brusco que concluyó en lágrimas, desesperación y desobediencia, mi aptitud se volvió aún más rebelde. Supongo que debía estar un poco agradecida de que no exista la modernidad aquí, de lo contrario, me habría puesto suero o una intravenosa, impidiéndome cumplir mi tercer día de ayuno. Desde ese día, el cavernícola no apareció, había dado la orden de no proporcionarme comida hasta que yo lo solicitara según me comentó Aris. ¡Ja, ¿creía que iba a dominarme así?! ¡Por supuesto que no!
Mi lugar de hospedaje estaba siendo custodiado por dos hombres corpulentos y altos, dándome a entender que me vigilaba. En consecuencia, creí que me encerró y que tenía prohibido salir. Sin embargo, Aris me confirmó que no, pues a menudo me rogaba para que paseara o conociera a los demás miembros de la tribu. A cambio, quise saber el paradero de mi bolso, considerando que mi vida y dignidad dependía de ese valioso artículo.
—<<Mi señora, aquí está lo que prometí>> —apareció Aris, luciendo agitada mientras alzaba mi vida entera. De inmediato, lo tomé en mis brazos, protegiéndolo. —<<Ahora, ¿tendrá apetito para comer?>> —fue ingenua para ser una dama de alta clase como me explicó sobre la jerarquía, Aris. La ignoré y a pesar de sus súplicas, hice la vista gorda concentrándome en mi bolso.
Aris se rindió y optó por darme espacio. Así, el resto del día transcurrió, muriéndome del aburrimiento y el hambre. No iba a ceder, me dije, obviando los gruñidos de mi estómago. Hasta ahora, lo estaba soportando bien, sin embargo, era consciente que en algún momento, tendría que…Me enderecé cuando en mitad de la noche, algo gigante atravesó la puerta de mi hospedaje. Me puse en alerta, sabiendo que estaba siendo cuidada por dos escoltas. Aún así, no evité sentir temor y cómo la respiración se me entrecortó en cuanto mis iris dilatados se fusionaron con esa mirada negra, pesada y cargada de frustración.
Era él. Venía con un cuenco de comida en la mano, se aproximó hacia la cama donde estaba, pero retrocedió y se fue a sentar donde era la supuesta área del comedor. Temblé de rabia, recordando sus palabras. ¿Morirme de hambre en pleno siglo 21? ¡Ni loca, el hambre había sido un objetivo de desarrollo sostenible ya cumplido! Lo observé en silencio, sentándose y empezando a comer.
—<<No puedo dejar morir a la mujer dada por la divinidad>> —explicó resiliente entre masticadas y mordidas grotescas. Me comporté con cautela. —<<Desperdiciar la comida es un pecado en la aldea. Hubo temporadas de escasez y sequía>> —continuó, manteniéndose nostálgico. Y como acto de reflejo, estiró la mano como si las gotas de la lluvia pudieran ser recogidas. Enarqué una ceja.
Aún con un sermón indirecto, me negué a acceder a probar un bocado. Durante unos largos minutos, el aroma de su comida penetró mis fosas nasales. Nunca fui quisquillosa con los alimentos, porque el bisabuelo nos mentalizó. Así, los gruñidos, sumados a los mareos y ansiedad, me tentaron a comer el cuenco que dejó a su lado al mismo tiempo que contaba cuánto tiempo más llevaría mi rebeldía. Mi boca salivó, pero antes de dejar mi orgullo, preferí hurgar en mi bolso agradeciendo al señor creador del mundo cuando encontré una barrita de chocolate.
Lo abrí con urgencia y comencé a morder con moderación, disfrutando el sabor del dulce. A modo de costumbre, me cepillé el cabello con los dedos, experimentando esa misma vulnerabilidad odiosa. Lidié con las lágrimas, sabiendo que estudiaba cada uno de mis movimientos, entonces se me escapó:
—Mi bisabuelo adora mi cabello. —me excusé y mordí con rabia. —Enfermó de cáncer, siendo muy joven. Soy la única que heredó su cabellera negra después de mi abuelo. —compartí para que intentara entender. No obstante, me arrepentí al ver que comía y no se esforzaba por comunicarse conmigo.
¡Bah! Le di otro mordisco a mi chocolate, jugueteando con mis mechones. Asimismo, el silencio volvió a instalarse en la choza hasta que él terminó de comer. Acto seguido, se puso de pie, acercándose como un sabueso, porque utilizó su olfato de modo vulgar. Se sentó enfrente mío, clavando los ojos en mi barrita de chocolate. Lo miré, luego a mi dulce y sonreí, proponiendo:
—¿Lo quieres? —agité la barrita de chocolate. El hombre corpulento asintió como perro, moviéndose en todas las direcciones en las que agitaba el chocolate. —Entonces, contéstame algunas preguntas. —pronuncié. Él lógicamente no entendió. Suspiré cansina, y me paré, buscando una ramita. Aún si esta choza era lujosa no dejaba de ser construida sobre tierra. Me puse a cuclillas y dibujé: —<<Me llamo Cecilia Campbell, Cecilia>> —le enseñé mi nombre en su lenguaje. Él permaneció un rato en silencio hasta que dijo:
—<<Nombre. Ce-cecil-ce-ci-lia>> —le costó, considerando que los caracteres y la pronunciación se diferenciaban.
—Cecilia. —remarqué.
—Cecil. —declaró orgulloso. Enarqué una ceja, bufando. Qué importaba, me rendí. —<<Nombre mío, Yaván Ragnar, significar gran guerrero divino>> —contestó en su idioma, deletreando y dibujando los caracteres.
—Yaván. —repetí. Él asintió. —<<¿Dónde estamos?>> —traté de realizar preguntas discretas y disimuladas.
—<<Gran Comunidad de la Divinidad>> —siguió el flujo de la conversación, pareciéndose divertirse. —<<Cecil Ragnar>> —se señaló a sí mismo, a mi persona, a la comunidad y agregó su apellido a mi nombre. Un escalofrío me recorrió entera junto a una sonrisa temblorosa. —<<Hijos nuestros, ser descendencia de la divinidad, liderar nuestra comunidad>> —dictaminó como si fuera juez. Mis ojos se desencajaron. —<<Nadie acercar aquí, vivir aislados, cuando estar dormida, caminamos y caminamos para llegar a nuestro territorio, este estar custodiado por la divinidad>> —me dio respuesta en cuanto le pregunté si había otras rutas para salir o tener contacto con otras tribus.