Cecilia Campbell
Me precipité. La celda no era tan mala si ignoraba el olor a humedad, los grafitis con gramática cuestionable y el hecho de que Yaván intentaba hacer fuego con dos piedras en plena madrugada.
—<<No. No hagas eso>> —le advertí, jalándole el brazo antes de que incendiara un pan duro que algún alma caritativa nos había dejado.
—<<Hambre>> —respondió serio, como si la ley natural lo eximiera del Código Penal.
La historia era sencilla… en teoría. Íbamos a observar discretamente la protesta por la tala ilegal, pero alguien decidió que hacer un desastre era buena idea. Los agentes confundidos no sabían si arrestarlo o pedirle autógrafos. Uno intentó esposarlo y Yaván lo levantó del suelo de pura fuerza bruta, gritando algo sobre los espíritus del aire. Resultado: ambos en la comisaría, yo con el maquillaje corrido y él posando para la foto policial como si fuera un retrato tribal. Mientras me quejaba en mi mente sobre cómo esto arruinaría cualquier intento de discreción, un oficial nos trajo un teléfono.
—Señorita Campbell, su familia está en línea.
Mi estómago se hundió.
—¿Cuál de todas mis familias? —pregunté resignada, siendo consciente que mi imprudencia pudo haber causado la furia de la casa principal.
—El… bisabuelo. —respondió el agente, bajando el tono como si pronunciara el nombre de un semidiós.
La videollamada se conectó. En la pantalla, el bisabuelo aparecía con su bata de seda y un vaso de whisky.
—Cecilia. —dijo con calma glacial. —He visto las noticias. Maravillosa cobertura. ¿Podrías explicar por qué mi bisnieta aparece encabezando una rebelión medioambiental con un hombre semidesnudo gritando en idioma ancestral? —estuvo sereno, porque experimentar emociones violentas le haría.
—No estaba semidesnudo, estaba… culturalmente vestido. —repliqué, intentando sonreír.
—Ajá. —bebió un sorbo. —Bien. Enviaré al abogado. —no añadió nada más, entonces se cortó la llamada.
Treinta minutos después, un convoy de autos negros apareció frente a la comisaría. Los fotógrafos llegaron al mismo tiempo que los abogados, como si se hubiesen enterado de nuestra participación en esa marcha. En cuestión de segundos, el escándalo se transformó en acto heroico: los titulares decían: “Pareja defiende el bosque y termina injustamente arrestada”.
El periodista asignado —uno que había cubierto mi debut social años atrás— sonreía mientras Yaván le contaba con toda naturalidad cómo había combatido la nube venenosa con el poder del viento. El reportero, emocionado, tradujo eso como manifestante evita desastre ambiental con heroísmo espontáneo. Yo… simplemente asentí. Aprendí que a veces, la mentira más absurda es la más efectiva si la dices con suficiente convicción y respaldo familiar.
Al salir, los flashes nos cegaban. Yo fingía dignidad, Yaván caminaba descalzo porque sus sandalias habían quedado como sacrificio al orden público. En medio del caos, él me tomó de la mano.
—<<Ya no estás triste>> —soltó, sonriendo apenas.
—<<¿Triste? Estoy entre histérica y viral>> —bufé, aunque no pude evitar reírme.
De pronto, me cargó sin previo aviso.
—<<Vamos a casa>> —declaró, avanzando como si el mundo entero fuera su selva personal. En el auto de regreso, mientras me quitaba los restos de gas lacrimógeno con toallitas húmedas, lo miré rendida. Definitivamente, no pasamos desapercibidos.
***
Desperté con la cara hundida en algo cálido, y que… ¿roncaba? Abrí un ojo. No era mi almohada. Era Yaván. Bueno, más específicamente, su pecho. Y no sé cómo demonios terminé ahí, pero tenía un brazo suyo cruzado sobre mí como si yo fuera una presa que había cazado durante la noche. Intenté moverme, pero el brazo no se movió. Ni un centímetro.
—<<Cinco más>> —murmuró medio dormido, en su idioma, y me apretó más. Cinco más ¿qué? ¿Minutos? ¿Víctimas? ¿Desayunos?
Intenté respirar con dignidad, pero solo conseguí llenarme los pulmones del aroma a humo, jabón de coco y algo que olía a… naturaleza pura. No desagradable, pero definitivamente poco urbano. La habitación estaba patas arriba. Habíamos llegado tan tarde la noche anterior que nadie tuvo fuerza para nada. Giré con cuidado, tratando de zafarme, pero él seguía dormido como si nada. Tenía el ceño relajado y una sonrisa que no mostraba cuando estaba despierto. Me quedé viéndolo unos segundos. No lo admitiría en voz alta, pero… se veía…
Entonces, algo me tocó el pie. ¡¿Qué?! Salté. Era su loro. Bueno, un loro robótico que le gustó cuando regresábamos. Se trataba de un nuevo producto de la filial de mi familia. Él se negó a dejarlo, así que lo compramos y aquí estaba tras haberlo programado a su antojo con ayuda de los empleados.
El animal me miró con un ojo, erizó las plumas y dijo con voz chillona:
—¡Cecil escapa! ¡Cecil escapa!
Yaván medio abrió un ojo, sonriendo sin despegar la cara de la almohada.
—<<Amigo nunca traiciona>> —musitó, satisfecho.