Cecilia Campbell
Solicité que se configurara el auto con la dirección de los grandes almacenes Alvarado, puesto que era una VIP y siempre me trataban con suma dedicación. Tenía pleno conocimiento de las limitaciones de mi marido, no porque fuera poco inteligente, simplemente por la dureza del tiempo. A mí me costó, así que no podía pretender que él aprendiera todo, solo lo suficiente para que se pudiera defender.
Tan pronto como llegamos, el personal nos recibió. Éramos objeto de envidia, dado que me reconocieron y a Yaván por su gran estatura quien bajó como si pisara un campo minado. Entonces, pronuncié:
—Tranquilo —le dije, acomodándome las gafas de sol. —Nadie aquí te va a comer… al menos no sin invitación previa. —le lancé un comentario coqueto, pícaro y que buscaba ponerlo nervioso como a mí. Sin embargo, su rostro permaneció estoico hasta que se transformó unas horas después: —Prometo que esta será la última tienda. —mentí con la convicción de una abogada en juicio.
Yaván me miró como quien observa un ritual peligroso.
Habíamos visitado seis boutiques de lujo y yo solo había comprado tres trajes, cuatro relojes, dos pares de mocasines… y una depresión nueva al ver el total.
—¿Por qué tanta ropa? —preguntó él, con una camiseta y las sandalias que se negaba a abandonar.
—Porque eres el marido de una mujer rica. —me encogí de hombros, exponiendo mi punto de vista. —No puedes seguir vistiéndote como si hubieras escapado de una película de aventura o utilizando los mismos cortes y telas —le expliqué, entregándole una camisa de lino. La observó, la olió y luego me miró con cara de confusión.
—¿Por qué huele a nada?
—Porque está limpia, Yaván. Limpia.
Después de quince minutos, la tienda parecía zona de desastre: camisas arrugadas, maniquíes en posición de derrota y un Yaván semidesnudo probándose pantalones de diseñador que parecían pintados sobre su piel.
—No ser capaz de respirar. —dijo, intentando abotonar el pantalón.
—Eso es alta costura. —respondí mientras bebía una copa de vino.
—No. Eso es tortura costosa. —replicó.
Cuando por fin eligió un traje que le quedaba perfecto —negro, sobrio, con un corte imposible de conseguir sin sobornar a medio París—, se miró en el espejo y murmuró:
—Parezco otro hombre.
—Esa es la idea. —le sonreí, ajustándole el cuello.
Él giró el rostro despacio, y por un segundo, me miró con una intensidad que hizo que olvidara que estábamos frente a tres vendedores y un camarógrafo que grababa para tener numerosos clips y vídeos cuando regresara.
—Tú también cambias mucho cuando sonríes. —susurró.
Yo fingí revisar mi bolso para esconder el rubo.
En la caja, el vendedor me entregó el total con una sonrisa profesional. Yo lo miré y recité un Ave María mental, agradeciendo haber nacido como una Campbell. Asimismo, Yaván se inclinó, curioso.
—¿Por qué haces cara de dolor si tú tienes dinero?
—Siempre duele.
Al salir, él cargó todas las bolsas sin esfuerzo y me ofreció su brazo.
—¿Entonces ahora sí pertenezco a tu mundo?
—No. —respondí. —pero al menos ahora lo haces ver caro.
De esa manera, continuamos caminando con nuestro equipo de arte detrás y rodeados a la distancia por el de seguridad, eso hasta que Yabrán se estancó frente a una tienda de mujeres, especialmente para… y preguntó:
—Ver ropa para ti, eso quedaría bonito. —señaló con genuina curiosidad.
Y por primera vez en semanas, no supe si me sonrojaba por vergüenza o por costumbre. Bajé la cabeza, enrojeciéndome a más no poder. La tienda departamental en cuestión era una de lencería femenina. ¿Por qué creía que eso me quedaría? ¿Acaso él lo había imaginado o por qué? Mis pensamientos se reflejaron en mi rostro, haciendo que apretara más su brazo. No obstante, experimenté un jalón y en cuestión de segundos, mi personal de seguridad se movió, corriendo detrás de un niño quien se llevaba mi costoso bolso. Quedé atónita igual que mi marido quien cuestionó:
—¿Qué pasar? —comentó, poniendo sus iris fijos sobre mí a la espera de mi respuesta.
—Me robaron. —concluí serena, procesando la situación.
—¿Ahora? —yo pestañeé, estando sinceramente confundida.
—No lo sé.
—¿Uh?
—Es la primera vez que me roban.
***
Días después.
Hipódromo de California.
Estábamos de camino al lujoso hipódromo que albergaría la reunión social, siendo este evento único, puesto que era mi primera interacción como mujer casada. Mis manos sudorosas fueron apretadas por los dedos largos de aquel cavernícola que hoy lucía exactamente como un modelo. Mi mirada recayó sobre él quien lucía más emocionado ignorando qué significaría esto para mí o por qué lo traje conmigo. Mi estómago se revolvió mientras me sentía incómoda. Cuando llegamos, me di cuenta.