Años después.
Yaván Ragnar
Regresamos a la tribu después de que el doctor dijera que Cecil se encontraba en periodo gestacional estable. Sí, cuando partíamos de su ciudad, descubrimos el embarazo de los trillizos; un pelinegro de ojos verdes y dos castaños con iris doradas, mismos que hoy cumplían ocho años de edad, fecha única y celebrada por mi tribu así como la familia de Cecil. Mi comunidad evolucionó, estableciéndose en otra isla propiedad de los Campbell. Mejor dicho, habíamos modificado algunas costumbres y aunque aún manteníamos nuestros valores, ya no éramos una tribu incomunicada.
Aún si iba en contra de nuestras creencias, me adapté a los cambios múltiples, con la finalidad de darle lo mejor a mi esposa, vivir juntos y por el nacimiento seguro de mis hijos… aunque todavía no comprendía por qué necesitamos wifi para todo, pero si Cecil lo utilizaba para trabajar y ser feliz, entonces bastaba.
Tuvimos una ceremonia matrimonial grandiosa en su ciudad antes de venir a la tribu, misma que era vecina con la de mi pariente de sangre. Él seguía terco con su tradicionalidad mientras que yo me concentré en avanzar. Siempre quise eso; lograr grandes cosas. Cerca de la isla, estaba otra propiedad de los Clayton-Campbell, donde construyeron hoteles y casas vacaciones privadas para que se descansaran ahí cuando vinieran a visitarnos. Como ahora, que los veía caerse al bajarse de sus botes exclusivos por pisar mal.
Esa mañana, los niños corrían por la tribu, cada uno con una corona de flores hecha por los bisabuelos de Cecil.
—¡Papá! ¡Mamá dijo que no nos digas mini demonios frente a los invitados! —gritó el del medio, el más parecido a mí; Yazen Ragnar mientras que su hermano menor; Yamir Ragnar se pegaba más a la familia de Cecil, jugando o familiarizándose con lo que sus tíos le explicaban.
—No ser demonios —corregí. —Ser versiones mejoradas.
De pronto, Cecil apareció con nuestra hija; Yamirah Ragnar, y con Aris acomodando el cabello de mi pequeña.
—Qué versión mejorada, ni qué nada. —pronunció alzando una ceja mientras los niños le jalaban el vestido.
El día transcurrió entre risas, bailes y comida. Había siervos tocando tambores, familiares congeniando y otros grabando. Al anochecer, la luna volvió a brillar como aquella noche. Cecil me buscó entre la multitud, y al encontrarme, me tendió la mano.
—¿Bailamos, cariño? —preguntó con esa mirada.
—Si prometer no pisarme. —repliqué, sabiendo que sería al revés.
Y así, entre el eco de los tambores y las carcajadas de nuestros hijos que intentaban imitarnos, volvimos a bailar. Torpes, felices, iguales que antes. Abracé a mi familia, disfrutando del presente. Mis hijos mayores se colgaron de mis brazos, colgándose al mismo tiempo que Cecil cargaba a la menor, yéndonos a presentar nuestros respetos a la divinidad. Al estar frente a su altar, nos hincamos, y los presentamos:
—Yazen, Yamir y Yamirah Ragnar, hijos de Yaván y Cecilia Ragnar. —anuncié solemne, siendo consciente que había tardado en presentarlo, porque algún día dentro de mucho mi responsabilidad sería pasada a ellos.
Uno sería jefe, y los otros dos su apoyo incondicional. No me interesó que fuera mal presagio que un futuro jefe compartiera vientre con alguien más ¿por qué sería malo? Cada pedacito suyo, todos eran mis hijos por igual. Uno a uno, los ayudé a rendirle homenaje a la divinidad, siendo respaldado por la consorte sagrada que recitó:
—Por favor, bendice al futuro jefe y a sus guerreros de confianza. —pidió con cariño, recibiendo una respuesta. Cecil manchó sus dedos con aquel líquido dorado y dibujó los símbolos características e iguales que hacía la fallecida anciana de nuestra tribu que me colocó como jefe. Los niños se impacientaron, sin embargo, esperaron con paciencia por temor a ser regañados. —Ellos guiarán a nuestra comunidad y velarán por su bienestar. —concluyó la oración. Dimos nuestra última reverencia y nos retirábamos, escuchando a los niños corear:
—¡Es hora del pastel! —emocionados se adelantaron.
Y nosotros nos quedamos atrás, paseando con las manos entrelazadas al mismo tiempo que los vigilábamos. De repente, recordé tardíamente:
—Desinstalaste esa app con la que me encontraste ¿cierto?
Ella se carcajeó.
—Claro.
—¿Segura? —y me detuve a verla.
Ambos con esa mirada amorosa que compartimos, llegamos a concluir que habíamos encontrado…
—Ya encontré a mi alma gemela.