El aire era muy tenso, las paredes sudaban del frío estremecedor que empañaba los vidrios de las ventanas. El sonido de las rejas resonaba al fondo del silencio que prevalecía en las cuatro paredes que me encerraban en confusión. Escuchaba esas palabras que hacían tambalear mi cuerpo, como pesas que caían sobre mí sin un argumento y explicación de esta injusticia que me acechaba en esta miserable vida. Sus gestos eran de incomprensión a cada palabra que salía de mi boca. Puso sus manos sobre la mesa, mirándome fijamente con aquella mirada de desconfianza y con aquella certeza de que tenía de que yo no estaba cuerdo, sin uso de razón.
—¿Fuiste tú quien le disparó a esa chica a medianoche? —respondió, mientras pasaba cada página como cada hoja en que pasaba todos mis días de vida buscando más información.
—¡Estoy seguro que yo no fui! Tiene que creerme —mis manos sudaban hasta empañar la madera de la mesa, dejando la silueta de mis huellas sobre ella.
—Joven, ¿está usted seguro? Llevamos tres horas aquí interrogándolo, esperando que diga la verdad. ¿No recuerda las evidencias? Aquí, en este portafolio, están las fotografías tomadas en las cámaras de seguridad y aun así toma el descaro de decir que no fue usted.
—Se los puedo jurar, no tengo una explicación clara sobre eso, pero puedo asegurar que no fui yo. Tienen que creerme, oficial.
—¿Tus padres acaso no saben de esto? Esta tarde iré a visitarlos e informarles de lo que usted ha hecho. Tenemos pruebas, tenemos evidencias sólidas, no podemos seguir perdiendo el tiempo. Tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga podrá ser usado en su contra en un tribunal. Tiene derecho a un abogado; si no puede pagar uno, el Estado le proporcionará uno —respondió volteándome y poniéndome las esposas en mis manos.
—Oficial, son incómodas… no las ajuste mucho. Aún soy menor de edad, no puede hacer nada en mi contra. Mis padres aún no saben esto.
—Sus padres vendrán hasta aquí a verlo. Se quedará 24 horas encerrado. Por hoy tiene que permanecer en silencio.
Intenté sacudir mi cuerpo e intentar correr, pero aquellos hombres injustos me detuvieron en mitad de la comisaría y solo podía escuchar al fondo esas palabras que resonaban en mis oídos: “Este caso será llevado a la fiscalía”. Sentí un silbido agudo en mi oído y el mundo simplemente engrandecía ante mí. Sus miradas se distorsionaban y solo podía ver sus sonrisas. Intenté hacer fuerza y balancearme de varios lados, solo quería libertad… hasta que sentí un golpe en mi espalda. Sentí que perdí el aire en un solo momento y mi mundo se caía lentamente. Solo podía observar el suelo y aquellas botas caminando sobre él. Estaba inmóvil, hasta bañar mi rostro en pequeñas lágrimas saladas que se deslizaban en mi piel hasta caer en el suelo. Sentí las manos que me levantaban.
Desperté y solo vi el techo gris, cuatro paredes y una sala estrecha y oscura. Una cama que tenía mi espalda adolorida y el ambiente apestaba a polvo y soledad. Vi las rejas cerradas, estaba encerrado en una celda. Desde lo lejos veía el abrir y cerrar de puertas de los oficiales de policía. Escuchaba sus voces sin sentido. Me levanté de aquella cama incómoda y me asomé a las rejas. Intentaba empujarlas con mis manos, pero el mundo me ignoraba de nuevo. De pronto, un canto delicado sonaba a través de una pared… era la voz de una mujer, era celestial y agudo:
—Ave María —entonaba. que me llevaba hacia él, reposé mi cabeza y mi oído en la pared me sentía confundido mientras mi piel se erizaba.
—¿Oye, chico? ¿Qué haces? —dijo un oficial de policía, golpeando la reja. Sentía que había perdido el encanto en cuestión de segundos.
—¿De quién es esa voz majestuosa?
—Estamos cerca de una iglesia, chico tonto, ¿no te das cuenta? ¿Acaso estás cuerdo? Parece que te la pasaras viviendo en otro mundo, niño —dijo con sus palabras acompañadas de sonrisas de mal gusto.
—¡Estoy bien, no soy un loco, maldita sea!
—¡Ey, guarda silencio! —dijo golpeando la reja.
Me senté sobre la cama, atrapado en mis pensamientos, mientras el tic tac del reloj se convertía en un eco interminable que taladraba mi mente. Las horas pasaban lentas, como si el tiempo mismo se burlara de mi encierro. Mi mente estaba en blanco, suspendida entre la confusión y el miedo… hasta que lo escuché otra vez.
Aquel silbido.
Suave al principio… casi imperceptible.
Luego más nítido… más inquietante.
Un escalofrío recorrió mi columna y me obligó a levantarme de esa cama que ya se había vuelto parte de mi tormento. Cada paso que daba hacia la pared era más pesado que el anterior, como si algo invisible tirara de mí. El silbido se transformó en una melodía extraña… hipnótica… como un canto prohibido que nunca antes había escuchado en mi vida.
Y allí estaba… al otro lado de esa pared.
Un misterio que me llamaba como si conociera mi nombre.
Miré el reloj. Eran las 8:00 p. m. Un guardia estaba por traerme la comida en una bandeja de cerámica. Puse mis manos sobre la reja, esperando que abriera, y observé todo a mi alrededor. No había nadie más cerca de la puerta de salida. A mi izquierda, solo dos policías escribían en unos portafolios sobre un escritorio. Calculé la distancia… estaban algo alejados de la salida.