Extinción, nuestra última esperanza.

CAPÍTULO II: La suerte está echada.

C L E M A T I S

Mi rostro comenzó a arder. El palpitar que fue generándose en mis palmas era tal, que sentía como estas quemaban. Era como si las hubiera puesto sobre las brasas del fuego y hubiera apretado trozos de carbón con ellas.

Traté de observar las heridas que poseía, pero la visibilidad de mi entorno era casi nula. Las enormes nubes de humo, que se habían elevado hasta el cielo, obstruían el brillo de la luna aquella noche.

Coloqué mi índice sobre la palma y la apreté. Inmediatamente, me vi obligada a retirar mi dedo. El dolor que me propició aquella única acción envolvió mi cuerpo y me hizo encogerme en mi lugar. La piel de mis palmas había sido desgarrada. Era más que probable, que allí hubiera carne viva en estos momentos. Incluso, tan solo me bastó aquella única acción, para darme cuenta de que tenía pequeñas piedras y trozos de ramas clavadas con profundidad.

Un sudor frio envolvió mi cuerpo, podía percibir algunas gotas bajar por mi frente hasta perderse en la tela del vestido. Era un dolor agonizante, pero, aquel dolor físico que me embargaba en esos momentos, ni siquiera se comparaba al dolor interno que sentía. Mi corazón golpeaba con fuerza mi pecho, y los ojos me ardían de tanto llorar. Me sentía devastada.

El ser consciente de que me había quedado completamente sola me mataba. El saber que no solo mi familia, si no también todos los aldeanos del pueblo. Estaban muertos, me partía a pedazos. Quizás, solo quizás, era la única humana que seguía con vida en esa parte de la nación en esos momentos. Y el pensar en que todo esto había sido mi culpa. Lograba aumentar mi malestar. Generando que me sienta como la peor escoria del planeta. Era más que probable que, cuando escuché esas ramas crujir en el bosque, se trataba de algún guardia que dio aviso al resto para que comenzaran la aniquilación.

—No puedo permitirme seguir tirada en el piso —me dije a mi misma dándome algo de valor. Mi madre había decidido dar su vida con tal de protegerme. Necesitaba huir.

¿Pero, a dónde?

No podía escapar a otra nación. Si me atrapaban los de la guardia real, el castigo que recibiría sería una dolorosa ejecución pública. No tenía un lugar al cual volver, ya no había un sitio al cual pudiera llamar hogar. La única opción viable en esos momentos, era escapar a las montañas, alejándome de todo y de todos, para evitar ser encontrada.

Diciendo esto, traté de sostenerme de la raíz grande de un árbol que estaba cerca de mí. Pero en cuanto logré erguirme lo suficiente, sentí un crujido a la altura de mi tobillo. Mi pierna derecha no reaccionaba, y en cuanto trataba de apoyar el pie sentía como miles de agujas se clavaban en mi planta. Alcé mi vestido, y traté de observar que era lo que me pasaba. Y aunque pude ver muy poco, ya que el cielo se aclaró ligeramente, me di cuenta que la piel estaba completamente rasgada. La sangre se mezclaba con la tierra y había varias piedras allí incrustadas.

—¡Vamos, muévete! Tengo que moverme…—comencé a llorar mientras trataba de estabilizarme para continuar—. Reacciona… no puedo permitir que el sacrificio de mi madre sea en vano…

Si no podía correr, era poco probable que pudiera llegar lejos de los asesinos.

Comencé a mover los pies importándome poco aquella sensación dolorosa que me embargaba. Sentía que en cualquier momento me desmayaría. Pero de una u otra forma, debía continuar. Aunque, por momentos, la idea de darme por vencida se hacía presente en mi mente, el simple hecho imaginar que dejaba que alguno de ellos me atrapaba y ponía fin a todo este calvario, era en verdad muy tentador.

—¿Quién anda ahí? —me sobresalté al oír aquella voz gruesa en medio de la noche. Mi cuerpo comenzó a temblar, y por unos segundos, sentí como mi corazón detuvo su latido.

Al observar más allá vi un par de ojos azules. Estos brillaban peligrosamente en medio de toda la oscuridad. Era uno de ellos, no cabía duda alguna. Era un Hanoun.

Por inercia, de mi morral tomé la navaja que tenía esta tarde y la apunté en su dirección. Trataba de aparentar ser fuerte. Si en mi destino estaba el morir justo ahora. Lo haría luchando, tal y como se lo había prometido a mi madre.

—¿Un humano? —  vi como aquellos ojos azules empezaron a acercarse peligrosamente. Y bastaron únicamente algunas fracciones de segundos, para que lo tuviera frente a mí. Él me observó de pies a cabeza. Mientras me escrutaba con la mirada y me analizaba con desconfianza.

Al tenerlo así de cerca, me pude percatar de que no se trataba de uno de los Wolfgang. Ni siquiera era un soldado de la guardia real. Sus ojos azules, y la cabellera rubia, despejaron toda sospecha que pude tener. Él, era un miembro de la familia Hanton, quienes eran descendientes de los felinos. Pero… ¿Qué hacía el en un lugar como este y sin escolta?

—Guarda eso —me ordenó mientras señalaba la navaja que aún mantenía fuertemente sujeta entre mis manos—. Tú sabes perfectamente que no lograras hacerme ni cosquillas. E incluso, antes de que logres si quiera rozarme, yo podría hacerte mucho daño.

Sin despegarle la mirada, dirigí la navaja hacia su cuello. Pero antes de que mi mano lograra acercar aquel objeto filoso, él lo sujetó con rapidez en el aire, y la partió en dos con facilidad, como si se tratara de una rama delgada. No pude evitar sorprenderme. En ese momento, me sentía frustrada y decepcionada. Sabía que poseían una fuerza descomunal y sobrehumana, pero no esperaba que fuera tanta. Comparado con los seres humanos, poseían demasiada ventaja.




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