Extinción, nuestra última esperanza.

CAPÍTULO III: La prometida.

C L E M A T I S

En cuanto subimos al carruaje, Giorgio se sentó en el asiento del frente, y con un gesto adusto de la cabeza, me ordenó que me posicionara frente a él. Obedecí de forma inmediata. No parecía alguien al que fuera conveniente hacer enojar.

El silencio que reinaba entre ambos era asfixiante. Con cada segundo que pasaba, mi ansiedad iba creciendo aún más.

Al percatarme que aquellos ojos penetrantes ambarinos, no me despegaban la vista de encima, generaban que mi corazón palpitara con rapidez. Mis manos temblaban con fuerza. Esperaba algún tipo de reacción de su parte. Pero lo único que se limitó a hacer, fue apoyar su rostro sobre su palma para poder analizarme a detalle. No de una forma lasciva, sino que lo hacía con cierto deje de curiosidad, como si yo le recordara a alguien. En ese punto, no sabía qué hacer. Mi vista paseaba entre el suelo de la carroza y el exterior. Y cuando él comenzó a mover su pie de arriba hacia abajo, aumentó considerablemente mi paranoia.

¿Qué era lo que tenía planeado para mí?

El carruaje avanzaba demasiado lento. El paisaje se transformó paulatinamente. La escaza vegetación fue dejada atrás y el follaje de los árboles aumentó. Nos habíamos alejado del centro, y nos estábamos dirigiendo a un lugar cada vez más alejado. Quizás era demasiado pronto para pensarlo. Pero tal vez, solo tal vez, nos dirigíamos al palacio donde él y su familia habitaban.

Imaginar aquello provocó que sujetara con fuerza mis dedos, a tal punto, que las yemas se me pusieron de color blanco. Sentía muchos escalofríos. Y él, no contribuía en lo absoluto a mi paz. Que me siguiera observando, y no dijera absolutamente nada. Me sofocaba.

—Cría de humano —habló finalmente. Yo no pude evitar pegar un leve salto en el asiento tras oírlo. Su voz era grave, a tal punto, que lograba calar muy profundo en mis oídos. Alcé la vista y lo observé. Al percatarse que le estaba prestando atención, preguntó—. ¿Tus padres te dieron nombre?
—Sí. Mi señor...—mi labio inferior no dejaba de temblar producto del nerviosismo—. Mi nombre es, Clematis Garyen... 
—¿Cuantas lunas tienes? —preguntó mientras alzaba una de sus cejas.

¿Lunas?

—Perdone. Mi señor, pero no entiendo el término lunas — Giorgio esbozó una sonrisa mientras suspiraba resignado. Aunque trataba de disimularlo, era demasiado obvio que estaba reprimiendo una carcajada.
—Perdona —bufó—. Olvidé que los humanos emplean unos términos muy diferentes a nosotros—diciendo esto, volvió a observarme con sus penetrantes ojos, lo cual provocó que me estremeciera—. ¿Qué edad tienes? Creo que así le dicen ustedes ¿No?
—Sí, Mi señor —le respondí—. Tengo dieciocho lunas.
—¿Dieciocho lunas y todavía casta y sin marido? Debes de haber sido la burla de tu aldea.
—Lo era… —mentí. No veía prudente que él se enterara que yo era la segunda hija de mi familia.
—Debes de haber tenido unos padres demasiado exigentes como para que no te comprometieran con cualquiera —él sonreía de manera graciosa, como esperado que yo también le correspondiera. Pero no lo hice —. Bien, escucha —me erguí para poder prestarle atención—. Estamos a punto de llegar, así que te iré diciendo algunas reglas que tenemos en el palacio. Tienes que seguirlas al pie de la letra ¿Está claro? —preguntó con firmeza mientras alisaba su saco de color negro.
—Sí, Mi señor —le respondí a medida que observaba hacia el suelo.
—Bien —él se aclaró ligeramente la garganta y prosiguió—. Supongo que tu madre, o quien te crio, te tuvo que haber enseñado como se divide mi familia ¿No es verdad? —asentí ligeramente— Correcto, entonces, me ahorro el engorroso trabajo de explicarte todo. Ahora, dime ¿Quiénes son mis hijos?
—Su primogénito se llama, Jaft Wolfgang y su segundo hijo es, Zefer Wolfgang.
—¡Muy bien! —expresó de manera sarcástica. Claramente se estaba riendo de mí—. Bueno, yendo al grano. Los desayunos se sirven exactamente a las nueve de la mañana. Si llegas algo más tarde que eso, te quedarás sin comer.
—Sí, Mi señor.
—Todas las comidas se realizan en el salón principal —volví a asentir—. Llegarás en silencio. Te sentarás y comerás callada lo que se te sirva. Y a menos que alguien te pregunte algo, hablarás ¿Está claro?
—Sí, Mi señor.
—Bien, ahora. Creo que es importante recalcar este punto, para evitarnos problemas a futuro —tras decir esto, él carraspeó para que alzara la mirada y lo escuchara—. Puedes recorrer el exterior del palacio y todas las habitaciones que se encuentran en la primera y segunda planta. Pero —lo observé con detenimiento—, tienes estrictamente prohibido acercarte al hala norte.
—Sí, Mi señor —luego de oírlo, sujeté mis palmas y comencé a acariciar ligeramente las heridas que poseía, ya que estas me estaban provocando unos punzones cada cierta cantidad de segundos. Giorgio tomó mi mano, y observó el estado en el cual se encontraban. Luego, me soltó y se limpió en su abrigo mientras hablaba.
—Llegando le diré a la servidumbre que te cure esas heridas. De lo contrario, el olor a sangre que traes podría estimular a alguno de mis cachorros —tras decir esto, sonrió de lado mientras halaba de sus mangas para acomodar la camisa debajo del saco—. Y ellos podrían devorarte —dijo divertido mientras que yo sentía como algunas gotas de sudor bajaban por mi frente—. Espero esas heridas de tu cara se curen, si te quedas así de fea, con cicatrices, perderías tu encanto, y resultarías una pésima inversión.
—Sí... Mi señor —asentí cabizbaja y seguí observándolo.
—Bien, prosigamos—volvió a carraspear mientras se sentaba aún más erguido en el asiento—. Los almuerzos varían al igual que las cenas, así que alguien se aproximará a tu habitación para informarte que debes bajar. ¿Quedó claro lo que te dije?
—Sí, Mi señor. Perfectamente claro.
—Excelente —Giorgio observó por la ventanilla, y luego me volvió a dirigir la mirada—. ¿Sabes? De cierta forma el viaje fue… gratificante. Por suerte, no eres como las híbridas que cómpranos. Resulta demasiado molesto escuchar como lloran todo el camino hacia el palacio.




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