Extinción, nuestra última esperanza.

CAPÍTULO VI: Mascarada.

NACIÓN DE VELMONT

Las nubes de color gris comenzaron a acercarse lentamente hacia el sol, y cuando lo cubrieron en su totalidad, algunos copos de nieve comenzaron a descender. Bastaron solo cuestión de minutos para que la fría nación nuevamente volviera a estar cubierta bajo una densa capa de nieve.

Velmont, el paraíso invernal, un lugar donde la tormenta era tan fuerte, que imposibilitaba a cualquiera entrar o salir de esta nación durante ciertas temporadas. Para muchos esta nación era un lugar inhabitable por lo inhóspito de su clima, pero para aquellos que habían nacido bajo aquella belleza blanquecina, no había un mejor lugar, ya que Velmont poseía un atractivo único y particular.

Eran pioneros en arquitectura y modificaciones, lo necesitaban, ya que de no reforzar sus estructuras más de uno moriría congelado. Esta nación era un gran exportador de minerales preciosos, que eran adquiridos por Hanouns de la nobleza, lo cual lo volvía un lugar con una fuerte cantidad de ingresos. Sin embargo, al poseer nieve todo el año, esto provocaba que no hubiera una gran producción agrícola o ganadera, salvo por algunos tubérculos que lograron adaptarse al clima, así que intercambios mercantiles con las naciones aledañas era lo único que podía proporcionarles el alimento que necesitaban.

Aquel día en particular la tormenta rugía por sobre las montañas y amenazaba con que con el pasar de las horas empeoraría, pero hasta el momento, los aldeanos transitaban las calles con normalidad, y los comercios, tales como puestos de comida o bares se mantenían abiertos para brindar cobijo tanto a Hanouns, humanos e híbridos.

A lo lejos, encima de las montañas, donde el rugido de la bestia congelante amenazaba, erguido de manera imponente se podía apreciar uno de los palacios donde residía la familia más importante de la rama Hanton: La edificación era grisácea, los techos poseían tonalidades azules ya desgastadas por el paso de los años, pero no por eso aquella edificación perdía el brillo y la magnificencia.

Dentro de una de las habitaciones, un Hanoun ya algo mayor, de cabellera rubia y barba algo crecida observaba hacia su pueblo, las pequeñas casas que se veían a lo lejos habían comenzado a encender las luces de las lámparas y chimeneas, y la gente se preparaba para ir a descansar hasta el otro día.

Sobre la mano de este reposaba una copa transparente que contenía un líquido rojizo en el interior. Él, la acercó a sus labios y lentamente fue degustando el contenido. En cuanto terminó de beber, dejó la copa vacía en su escritorio y caminó perezosamente hacia uno de los mullidos sillones forrados en piel que reposaban frente a la chimenea. Al llegar allí, sin pensarlo dos veces, se acomodó a lo largo de este dispuesto a tomar una pequeña siesta, pero, en cuanto cerró los ojos y logró conciliar el sueño, unos leves golpeteos en la puerta terminaron por despertarlo.

Ni siquiera tuvo tiempo de conceder el permiso correspondiente, la puerta se abrió por si sola y esto le generó cierta molestia por aquella impertinencia.

—Mi señor —uno de los guardias entró e hizo una pequeña reverencia—. Perdone el que haya ingresado de esta forma.
— ¿Qué sucede? —respondió él con evidente fastidio en la voz a la par que tomaba asiento—. Estaba en medio de algo importante. 
— Y le pido perdón por eso. Mi señor —el guardia acababa de interrumpir su siesta de la tarde—. Ha llegado una vyla desde My — Trent, y tal y como lo ordenó, traje su encargo inmediatamente—tras decir esto, el Hanoun mayor sonrió de lado y extendió la mano. El guardia, sin pensarlo dos veces, extendió un sobre que se hallaba sellado, al frontis de este se podían apreciar las iniciales: A.H.

Rier observó el pequeño sobre y sonrió, lo tomó entre sus garras y luego lo abrió, leyó el contenido de este sin prisa, y con cada palabra que se encontraba allí plasmada, una pequeña risa escapaba de sus labios. El guardia, quien se mantenía aun allí, no pudo evitar observarlo algo temeroso, no estaba acostumbrado a verlo sonreír, es por eso que aquella reacción tan impropia en él lo incomodaba.

—Es solo cuestión de tiempo —exclamó para sí mismo, pero el guardia llegó a oírlo—. Márchate, pero ve a la cocina y pídele al cocinero que me mande más del preparado que tanto me gusta.
—Sí. Mi señor.

En cuanto el muchacho se fue de la habitación, Rier se puso de pie y tiró el sobre dentro de la chimenea. Sujetó la barra de metal que había al lado, la cual servía para remover los leños, y provocó que el fuego aumentara aún más. Para cuando el papel fue consumido en su totalidad, bostezó, se acercó al sillón mientras estiraba los brazos, y una vez allí, volvió a recostarse mientras observaba al techo.

—Argon nunca me ha defraudado—exclamó con orgullo mientras inflaba su pecho—. Por fin ha logrado llegar sano y salvo a la nación de esos perros asquerosos —bufó—. Es solo cuestión de tiempo—volvió a reír—. Pronto Giorgio, pronto descubriré los secretos que guardas, maldito traidor.

***

El guardia tuvo que sujetarse los brazos para librarse de aquella sensación incomoda, en todos sus años de servicio, que no eran pocos, jamás había visto a Rier Hanton sonreír de aquella manera.

Atravesó múltiples pasadizos luego de descender las largas escaleras, y luego de entrar por una puerta de color verde, finalmente llegó a la cocina. El cocinero, quien se encontraba pelando unas papas para la cena, lo observó con reproche ya que estaba ensuciando su espacio de trabajo con sus zapatos lodosos.




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